Selección de cuentos de Claudio García
Daniel llegaba generalmente del trabajo antes de que yo lo hiciera de la universidad, así que un día me llamó la atención no encontrarlo a la vuelta de los estudios, pasadas las once de la noche. Tampoco apareció en la madrugada ni en las horas en que despunta la mañana. Me fui al trabajo y allí me enteré de lo que había pasado por el diario y por los comentarios de algunos compañeros de trabajo. Se había producido un intento de fuga de Raúl Berdini, quien todavía tenía que purgar por lo menos dos años de cárcel, con la ayuda de Daniel que con engaños a distintos guardias y personal de seguridad lo había podido sacar a un patio exterior, para que a partir de allí, con la complicidad de la noche, pudiera saltar dos cercas de alambre en los lugares más alejados de las garitas de control que daban a la calle. Berdini sólo pudo saltar una de las cercas y fue descubierto y apresado cuando trepaba la segunda. No se necesitó mucha investigación para descubrir que Daniel lo había ayudado. Tampoco él intentó defenderse cuando lo detuvieron. Dicen que sólo respondía: "Era un compañero... era un compañero....".
SOLES Y ESTRELLAS
Las estrellas se meten en mis ojos, como polvo traído por el viento, y aunque hacen lagrimear un poco, a la vez mi vista va encontrando en la oscuridad un asomo de claridad. Descubro así que hay hombres que no duermen y deambulan con pasos temerosos por las calles buscando algunas respuestas que den sentido a sus vidas y que creen encontrarlas a través de la conversación con personas desconocidas y el amor apurado en portales en sombras.
Hay más, hay gente de todo tipo, pero me llama sobre todo la atención un viejo de larga barba y sobretodo que esgrime un paragüas abierto en medio de la calle. Yo lo llamo y pregunto qué hace con un paragüas abierto en una noche clara, sin asomo de lluvia. Él me dice "le temo a las estrellas", y, mirando fijamente a mis ojos, agrega "en especial aquellas que al caer se meten en los ojos y no permiten dormir".
Le respondo: -porqué desechar esos saltos maravillosos de los astros que se adueñan de nuestras pupilas y permiten así que un montón de personas y cosas se hagan visibles en plena oscuridad.
El viejo replica: -porque uno no sólo puede encontrar caras y cosas nuevas, sino otras que daba por desaparecidas; que les había dicho adiós, que las había dado por perdidas. Se pueden encontrar viejas tristezas o amores a los que uno había renunciado ¿Porqué provocar el azar, porqué invitar a que las estrellas muestren el fluir de un río que permanecía quieto e invisible bajo las horas nocturnas?.
Sentenció: -Uno puede elegir de día; pero en las noches, no.
-Aferrar las estrellas puede ser un juego inofensivo y nada mas - respondo.
El viejo niega con su cabeza y, sin bajar el paragüas, me dice antes de alejarse: -no se pueden dar ventajas. A todos las aflicciones nos pisan los talones.
Me quedo pensando unos minutos mientras llega el alba. Las estrellas, poco a poco, escapan de mis ojos y se esfuman bajo la claridad que retorna al cielo.
Yo regreso a la casa, y antes de acostarme a dormir, dejo que los primeros rayos de sol se metan en mis ojos, para usarlos, si es posible, en mis sueños.
BIENVENIDOS
Llegué al pueblo y, aunque no conocía a nadie, saludé a todos los que deambulaban por las calles. Mi gesto no fue correspondido y, sin darme tiempo a nada, sujetaron a mi cuello, con una larga cuerda, una enorme piedra que no me dejaba mover. No podía marcharme del pueblo que, evidentemente, detestaba mi presencia.
Las personas pasaban a mi lado y miraban con fastidio, diciendo con la mirada: -porqué no se va del pueblo de una buena vez. Yo quería explicarles: -quiten esta piedra y me iré de inmediato. Pero, no me hacían caso, y gesticulaban como diciendo que lo tenía merecido.
Pasaron dos días y la situación no podía ser más absurda. Nada cambiaba y en cualquier momento moriría de hambre y de sed.
Desesperado, empecé a roer la cuerda que me sujetaba a la piedra, y luego de horas y horas de usar mi dentadura con dolor logré liberarme, llegando al límite de mis fuerzas.
Arrastrándome por las calles pude alejarme de ese maldito lugar y llegar a otro más civilizado. Recuerdo la última imagen del pueblo; un gran cartel con el mensaje: "Bienvenidos".
SOY UN ESTUPIDO
Al momento de recuperar en la memoria situaciones en las que me comporté como un estúpido, no puedo evitar sentirme nuevamente un estúpido. Que el color suba a mis mejillas y transpire copiosamente. Que el tratar de hablar, tartamudee.
Soy de esas personas que seguirán torturándose toda la vida por boludeces. Porque no se trata de situaciones en que uno cometió errores graves; que haya lastimado de forma imperdonable a otra persona o causado una impresión negativa, imposible de borrar por las personas que tomaron parte del hecho. No. Nadie más que yo seguirá acordándose de esas situaciones en que me comporté como un estúpido.
Lo peor, quizás, es no sólo repetir sentimientos desagradables, sino que de tanto hacerlo esté afectando gravemente mi salud. La ciencia da por hecho que el angustiarse por situaciones de este tipo puede generar un cáncer, un eccema, impotencia sexual o vaya uno a saber qué enfermedad de lo más estúpida.
Sería paradójico, ahora que lo pienso, terminar internado o con dietas estrictas y pilas de remedios por esa manía de acordarme de situaciones en las que me comporté como un estúpido, cuando desde hace años me esfuerzo en cuidar mi salud y no retomar vicios que me acompañaron durante toda mi juventud.
Sería grotesco que, en lugar de agarrarme un cáncer de pulmón por la nicotina acumulada en los años en que fumaba como un búho Particulares 30, me surgiera un tumor por aquella vez en que me agarraron en un supermercado robando, como un chico travieso, una pequeña caja de caldos, o esa otra en que me puse nervioso por la inesperada desnudez de una mujer en una primera cita y no supe qué decir ni excitarme.
Quisiera no tener que acordarme una y otra vez de las situaciones estúpidas que he vivido. Encontrar al cirujano que haga una lobotomía con la parte del cerebro que encierra todos esos hechos. Juro que de allí en adelante pondré el mayor esfuerzo para no volverme a comportar como un estúpido.
CONMIGO
A Sergio
Me intranquiliza cada vez más estar con las personas. Me pregunto a veces si uno puede convivir.
¿Soy en realidad un ser social?
Tengo casi la seguridad que eso es una trampa. La familia, la escuela, los partidos políticos y todos esos ámbitos en que nos obligan a ’ser con otros’ están hechos para anular lo que quizás podría constituirse en más importante.
Uno debería tomar de los otros lo necesario para cultivarse, y luego despegar solo: pensar realmente sin compromisos, actuar sin tener que golpear el codo con afectos o extraños.
Creo en realidad que uno se desprecia cuando se comunica o comparte con el otro.
¿Qué palabra estamos empleando de ese modo?
Seguramente la que el otro pretende que digamos o las que uno dice porque la situación así lo requiere. Pero poco o nada de palabras verdaderas, de las que solamente hubiéramos dicho si no dependiéramos de nadie.
Si estuviéramos absolutamente solos en el mundo, exaltaríamos realmente al ser humano.
Cuando aceptamos convivir, estamos en realidad negociando, cediendo, representando un papel preconcebido.
Podríamos decir con Machado: "Tan pobre me estoy quedando/que ya ni siquiera estoy conmigo, ni sé si voy/conmigo a solas viajando".
MI HISTORIA CON LA MUJER CALAMAR
Esta mujer era como un calamar. De su cuerpo esférico salían los tentáculos que agotaban mis fuerzas.
Amarnos era terminar sofocado. Llegar al orgasmo con el último aliento.
No pude soportarla más y una noche, simulando que se trataba de un juego, até sus tentáculos a los extremos de la cama y los separé de su cuerpo con certeros hachazos.
A pesar de todo, ella sobrevivió, y por una razón extraña perdonó la crueldad que había cometido.
Por fin nuestros amores se volvieron lentos y dulces.
LA MARCA DEL CURA
La mujer me ofreció sus labios. Y yo la besé. Y al besarla tuve el recuerdo de las ropas del cura. De cómo cuando era monaguillo el cura prácticamente me cubría con su túnica negra y me besaba en los labios antes de la misa. Y me decía: “Esto es entre nosotros, para que las cosas vayan bien”.
Y en verdad tuvo razón. Ahora que la mujer se me ofrecía, yo recordaba al cura y me excitaba. Hacía un amor fabuloso, y la mujer terminaba con varios orgasmos, gritando “¡gracias!”. En verdad, no entiendo aquellos que critican a la religión.
UNA CENA INESPERADA
-¿Porqué tardás tanto en traer la cena?- pregunté desde la mesa, mirando hacia a la cocina. Mi mujer se había encerrado allí hacía como media hora y no aparecía. Había dicho “sentate en la mesa, que preparo una cena en dos patadas”. Pero ahora nada. El silencio y la tardanza.
Volví a preguntar lo mismo, esta vez con más énfasis:
-¡¿Porqué tardás tanto en traer la cena?!
Decidí levantarme para ver qué pasaba. Cuando entré a la cocina me encontré con un cuadro de lo más inesperado. Mi mujer se encontraba muerta, recostada sobre la cocina y con su cabeza metida en una olla de agua que hervía. Primero me pregunté qué raro equilibrio impedía que cayera al piso con olla y todo. Después me dije para qué se molestó tanto, sin con un par de huevos me arreglaba.
REUNION CON AMIGOS
Antes de la hora propuesta por unos amigos para compartir una cena y conversar de nuestras vidas y recuerdos en común, llegaron a mi casa unas personas a reclamar por una abultada deuda que había contraído.
No atendieron mis excusas y obedeciendo órdenes de mi acreedor, rompieron mis manos.
A pesar del dolor fui a la cita. Oculté la incapacidad de mis manos y la velada transcurrió sin que mis viejos amigos se sorprendieran por mi quietud y la inesperada falta de apetito y de sed.
Terminada la cena, nos despedimos formalmente hasta un nuevo encuentro.
Era de madrugada, y por sentirme incapaz de subir a un taxi, caminé hasta el hospital de guardia, donde me atendieron rápidamente.
Mientras me enyesaban, pude hablarles a la enfermera y al médico de mis verdaderos problemas.
PENSAMIENTOS
"...hoy, a mediodía, olvidé lo que supe ayer, a medianoche".
Leopoldo Marechal ("Antígona Vélez")
Cuando aparecen sombras en el aire, anunciando que se acaba la tarde y un día más de mi vida, solo, acurrucado en mis rodillas y sin ganas de nada, pienso en muchas cosas sin sentido. Por ejemplo, que no te quiero como antes y en la cama te acaricio pensando en otra mujer, sin que te des cuenta del engaño. Saboreo, entonces, una enfermiza victoria: mi convicción sobre tu ignorancia. Cada momento compartido es pura teatralización que, en cierta medida, permite que sigamos juntos. Sigo pensando esos absurdos: nuestra pareja se mantiene por mi propia decisión y el amor que debería sostenerla es reemplazado por ese sentimiento de dominio sobre vos. Puedo disfrazar actitudes, palabras, gestos, sin que te des cuenta. Lo que antes era amor ahora es pura inventiva, creatividad, trabajo de un hipócrita; de alguien que en cierta medida no te lastima, pero disfruta sabiendo que en cualquier momento puede descubrirte la llaga más profunda, la herida más cruenta.
Los pensamientos toman un nuevo giro: que en realidad te quiero enormemente, mucho más que en los primeros años de convivir juntos. El sentimiento es tan pleno que no puedo más que amanecer pensándote y así seguir hasta la noche, realizando mi trabajo con el fastidio de que mi único deseo es estar con vos. Todo es doloroso sin tu compañía. Mi vida es frágil al punto que si un gesto o palabra de tu parte no llega a corresponderse con la intensidad de mi amor, quedo herido y torturado.
Por momentos atiendo pensamientos como si no fueran míos. Mientras el sol sigue muriendo en manos de la noche, las manos lívidas de la noche, y la casa sola atrapa también esa oscuridad, me embarga una sensación de certeza: que estos absurdos que pienso reflejan fielmente mi vida. Pienso en un amor que se aleja de la plenitud de mis sentimientos, y a la vez mi pecho se llena de angustia y desazón. Ya no distingo en tu cara ciertos rasgos por los que me enamoré de vos y que muy pocos percibieron alguna vez: una arruga de mar en tus labios que adelanta las olas de besos que quieres darme; un viento rojizo en tus mejillas que presagia ese ocaso en que me acunas antes de dormir; dos ceños diminutos en tu frente como si se posara un pájaro invisible huyendo de la lluvia y trayendo la melancolía; unos párpados levemente entornados, como descubriendo ciertos secretos para vivir, acompañados de destellos amarillos de tus ojos marrones, que invitan a una rápida huída de la casa para mostrar los rincones más desconocidos de la ciudad. Pienso que ya no es así, que te miro y encuentro los rasgos que fácilmente descubren los espejos, pero nada de esos pequeños gestos que furtivamente robaba para mí.
Me estremece la tristeza; todavía acurrucado a mis rodillas, siento que flaquean las fuerzas y que podría llorar. Respiro hondo y me digo que soy un boludo, que todo no es más que un juego absurdo. Que nada de lo que he pensado es realidad. Lo cierto es que ya pasaron dos años de tu muerte y cualquiera de las posibilidades de una relación entre un hombre y una mujer pergeñadas en mi cabeza no son más que crueles ironías.
REGALOS
No sé porqué, un buen día todo el mundo decidió tocar el timbre de mi casa para regalarme cosas. Amigos y desconocidos llegaban a todas horas con grandes y pequeños regalos, sin explicar las razones de tanta generosidad. Así, fui acumulando libros, joyas, ropas, muebles, artefactos eléctricos de todas dimensiones, cuadros, plantas reales y artificiales, alimentos, artículos de limpieza.... Todo lo imaginable. La casa se fue haciendo chica y de pronto me encontré atrapado en un rincón, sin posibilidad de llegar a la puerta de entrada de la casa para atender a los que seguían llegando para dejarme, seguramente, nuevos regalos.
Ahora vivo preso en un pequeño lugar, sin saber si podré abrirme paso entre tantos obsequios para llegar a alguna de las aberturas de la casa y ser libre nuevamente. Extraño mucho el aire fresco, la conversación con los compañeros de trabajo y sobre todo el amor de mi mujer que, sin explicaciones, desapareció al tiempo que tantos objetos absurdos se fueron acumulando en los distintos cuartos de la casa. Alguna que otra vez yo soñaba despierto que un día, por un golpe de azar, sería favorecido por estupendos regalos. Escuchaba en mis oídos la voz de Macbeth que gritaba: ¡serás rico! ¡serás rico!. Pero nunca esperé esto y me arrepiento totalmente de haber tenido alguna vez ese deseo.
NADA EN QUE CONFIAR
Aquella otra vez que me peiné frente al espejo y salí decidido a comprar el diario y tomar un café en un bar, confiando que el día sería bueno, ¡¿cómo iba a saber que todo saldría al revés?! A poco de andar me topé con una jauría que desgarró mis pantalones y dejó profundas heridas de colmillos en mis piernas. Escapé por muy poco, entrando atropelladamente en una casa donde choqué prácticamente con una asombrada mujer, casi anciana, que se encontraba barriendo el piso. Sin darme tiempo a explicar nada, la vieja me pegó un escobazo en la cabeza, y cuando me encontraba medio desmayado en el piso, respirando muy mal por el polvo suspendido en el aire, fui violado. Eso no fue todo, quizás por la edad, el vejestorio murió en medio de gritos de bruja y sacudidas extrañas, pero con un rictus de placer en los labios que sus parientes no pudieron disimular cuando la acomodaron en el ataúd. El hecho es que murió y que me llevaron a rastras a una cárcel donde la policía quería que me ahorcara para no someterme al escarnio de un juicio en que sería condenado como uno de los más notorios pervertidos que haya conocido la ciudad. -¡Habrase visto, violar y matar a una pobre anciana!- me gritaban por fuera de las rejas. A pesar del tramo de soga que me alcanzaron y el azuzar contínuo para que cometiera el suicidio, resistí la presión de los agentes, fui a juicio y gracias al informe de los peritos y profesionales pude demostrar mi inocencia. Todo este proceso llevó más de un mes, y cuando finalmente retorné a casa, me encontraba tan desanimado y pesimista sobre las posibilidades de encontrarle sentido a la vida que me ví tentado a cometer esa propia muerte que no había querido realizar en la cárcel. En ese momento, escuché el timbre, y al abrir la puerta se presentó una amiga de la infancia, que confundiéndome rápidamente con caricias y palabras suaves me hizo bellamente el amor y acurrucó como una madre entre sus brazos y su pecho hasta el amanecer. Los hechos cambiaban contínuamente mis expectativas y desde allí tuve en mi vida una sola convicción: nunca las cosas salen como uno las piensa.
UNA AMANTE MOLESTA
Cuando ella posaba delicadamente las manos en sus hombros, él sentía que le hundía sus garras. Temía su locura cuando le abrazaba con suavidad. En los momentos en que ella recorría lentamente su cuerpo con la lengua, bajando como una espesa lágrima desde la boca hasta su miembro, él esperaba la dentallada profunda que liberaría la sangre y el estertor, y la imaginaba riendo con un cruel goce, sentada sobre sus entrepiernas.
Con su creciente miedo un día se anticipó. Cuando ya estaba seguro de los dientes perforando su piel, le aferró el cuello con las manos, hundiendo los pulgares hasta la axficia. No sintió horror ni arrepentimiento por lo que había hecho, sólo una necesidad irresistible de ruido. Por eso gritó y gritó hasta la disfonía: ¡era una amante molesta! ¡era una amante molesta!
DESOCUPADO
Estas sillas antigüas, las paredes descascaradas. La luz tenue de una lámpara de cerámica cascada. Pongo el codo sobre la mesa que tiembla en dos de sus patas. Coloco la cabeza sobre una de mis manos y quedo contemplando, con una sonrisa de ido o de borracho una araña que velozmente trepa por su red a uno de los círculos exteriores donde una mosca aguarda entrampada. De pronto entra un rayo de sol por la ventana y sé que quedan pocas restricciones: no desayunar, cerrar una puerta sin llave, salir a deambular por calles y calles en la búsqueda de un trabajo.
CON OJO CERTERO DE ARPONERO...
FUERTES MANDIBULAS
Tenía fuertes mandíbulas, con las que podía morder casi todo: la rabia, la impotencia, la frustración, el desengaño.
Usaba a menudo sus mandíbulas, pero nunca tenía problemas de caries o desgaste en sus muelas. Los usos de sus fuertes mandíbulas se notaban en otras partes del cuerpo.
Quien lo miraba podía ver dibujados en su rostro la rabia, la impotencia, la frustración, el desengaño.
Eso sí, el blanco de su dentadura brillaba en la oscuridad, su boca rebosaba de salud. Sus mandíbulas podían ser el orgullo para cualquier hombre.
MISERIAS EN EL ROSTRO
Tengo miserias en el rostro. Las peores miserias que apenas si puedo ocultar tras una frondosa barba.
Por este motivo, vivía de forma ermitaña, saliendo de mi casa lo mínimo indispensable como para ganarme el sustento.
A pesar del destino solitario al que me signaba la vida, encontré un alma semejante; una mujer con terribles miserias en el rostro que el azar puso delante de mí una madrugada en que ella también paseaba por la plaza, protegida por la ausencia del sol.
Cuando acostados en la cama nos tocamos, tardamos largos minutos en palpar con los dedos las miserias de nuestros rostros.
Lo hacemos con la mayor ternura, como si tocáramos nuestros propios sentimientos, los más profundos, aquellos que confirman el amor y traen el deseo.
EL REMEDIO DE SUSANA
Todos los días se vestía con ropas impecables, totalmente limpias y planchadas. No soportaba la suciedad. Unas pequeñas manchas de barro en la botamanga del pantalón o polvo en el saco eran motivo suficiente como para mudar de ropa. Su casa era un reflejo de esa personalidad enfermiza por la limpieza. Todo desinfectado, ordenado. No había libro que estuviera en un lugar que no fuera la biblioteca. No había ropa limpia y planchada que no estuviera en su respectivo cajón o percha del placard, ni tampoco alguna vestimenta sucia o por planchar que no se encontrara en los canastos que había comprado para ordenar esos menesteres.
Esta persona no había formado una familia ni tenía alguna relación medianamente formal con una mujer que otorgara perspectivas de casamiento. Se estremecía con terror sólo de pensar que podía llegar a compartir su casa con una mujer desordenada y que no fuera exigente con la limpieza. Mucho más que no se aseara asiduamente. En verdad, sentía repulsión a los olores de los cuerpos. Obviamente, esta persona no tenía alguna mascota. Ya se sabe que cualquier animal, por más domesticado que se encuentre, puede llegar a cometer alguna suciedad o desarreglo en el hogar, y eso era algo que él no hubiera podido resistir.
Él, que se llamaba Juan, era joven y tenía una buena posición económica, un buen día se encontró a Susana al atender la puerta de su casa. Había escuchado el timbre desde la cocina, donde preparaba su almuerzo, y al abrir la puerta que da a la calle se encontró con una mujer de su misma edad, unos 28 o 30 años, un poco menuda, pero con formas bien definidas -senos bien marcados- y linda de cara. Como la mujer llevaba una valija en una de sus manos, creyó que era una vendedora: seguros, artefactos eléctricos, AFJP, planes de autos, algo así. Sin embargo, esa mujer, sin ningún preámbulo, le dijo:
-Vengo a vivir con vos.
-¿Cómo que ’vengo a vivir con vos’? -respondió asombrado. ¿Qué clase de broma es esta? ¿Quién te conoce?
Ella puso la mejor de las sonrisas, y mirando a Juan a los ojos, expresó lentamente:
-Me llamo Susana. Tengo tu misma edad, y sé que prácticamente no te ves con ninguna mujer, pero no por timidez o porque seas homosexual, sino por tu fobia a la suciedad y al desorden. No soportarías a alguien que fuera ni siquiera un poco descuidada en esos aspectos. Como casi nadie encaja en esas características, sos casi un ermitaño; apenas si tenés contacto con las personas en el trabajo o en la calle...
Juan no salía de su asombro, la miraba con la boca abierta, preguntándose quién le podía hacer esa broma, ya que no contaba con amigos ni se veía con su familia. De los conocidos, ninguno tenía la confianza para preparar este tipo de escena. Quiso decir algo, pero Susana no le dio tiempo, y continuó hablando:
-Yo sé que necesitás a alguien como yo. No podés seguir viviendo solo, y vas a ser una persona muy desgraciada si no formás una pareja, si no empezás a sentir afecto por una mujer como remedio a tu estúpida fobia. Tenés que empezar a ser como cualquier hijo de vecino, hacer el amor, tener hijos, algún vicio, fumar por ejemplo, tirar las cenizas en el piso, o cualquier otra cosa que se te ocurra... Para eso estoy acá, así que podés dejarme entrar...
Juan tartamudeó unos segundos, porque se encontraba todavía aturdido de lo que había escuchado, y luego exclamó:
-¡Vos estás loca! ¡¿Quién te conoce?!
Inmediatamente dijo un seco "adiós" y le cerró la puerta en la cara. Antes de dar dos pasos para dirigirse a la cocina, sonó otra vez el timbre. Juan se volvió, abrió la puerta un poco exaltado y antes de dejar hablar nuevamente a la mujer, volvió a exclamar:
-¡¿Porqué se te ocurre venir a molestarme? ! ¡¿Quién te mandó?! ¡¿Porqué me juega esta broma?!
Sin alterarse, Susana respondió suavemente:
-No me manda nadie y vos me conocés, lo que pasa es que no te acordás.
-¿Cómo que te conozco? ¡¿De dónde?!
-Dejame entrar y hablamos, creo que va a ser lo mejor.
-¡¿Porqué te voy a dejar entrar? - respondió Juan, todavía con cara de asombro. Sigo sin saber quién sos; no sé que te traes con eso de que venís a vivir conmigo, y que tengo no sé qué fobia. Lo que estoy seguro es que estás medio piantada y no me voy a arriesgar a que entrés en mi casa.
-¿Te parece que te puedo hacer daño? Soy una mujer. ¿Qué riesgo podés correr? Y te aseguro que me conocés y no miento cuando digo que te voy a cambiar la vida. Sólo tenés que poner un poco de voluntad. Dejarme entrar, por ejemplo...
Como Susana se quedó mirándolo con su mejor cara de inocencia, Juan cedió y abrió la puerta, dejándola entrar al living. Luego hizo una seña para que se sentara en un sillón. Él hizo lo mismo en otro que la enfrentaba. Ya instalados, Juan la miró y con un nerviosismo evidente la interrogó:
-No tengo mucho tiempo, así que explicate de la mejor manera para que entienda el porqué de este delirio.
-Te conozco -reiteró ella -. Y demasiado bien como para saber que hasta las cuatro, que te vas de vuelta al trabajo, no tenés nada que hacer ni te ves con nadie. ¿No tengo razón?
-Puede ser, pero ¿cómo sabes esas cosas de mí? ¿de dónde te conozco?
-Por tres años me conociste, y aunque éramos muy chicos yo me enamoré de vos, y desde allí supe que alguna vez de iba a ir a buscar. Mientras tanto, de una u otra forma, estuve al tanto de tus cosas...
Juan interrumpió:
-¿Cómo que te conocí por tres años? ¿Cuándo?
-En sexto y séptimo grado de primaria, dos bancos atrás tuyo, y en primer año de secundaria, en el comercial. Después te cambiaron de escuela y ya no nos vimos. Esos años no fuimos amigos, nunca me diste mucha importancia, y ya por esa época vivías medio aislado de los demás, pero yo estaba enamorada de vos.
Susana se quedó mirándolo fijamente, como con deseo, que también se reflejaba en una pequeña sonrisa con la boca cerrada.
-A ver si entiendo bien-, dijo Juan, sacudiendo brevemente la cabeza de derecha a izquierda, como despejándose de algún mal pensamiento-. Sos una ex-compañera de escuela, de la que ni me acuerdo, que 20 años después llegás a mi casa para proponerme vivir juntos porque estás enamorada de mí y porque querés cambiarme...
-Exactamente. Entendiste bien -respondió Susana, estirando un poco más los labios, para hacer más evidente la sonrisa.
-¡Esto es absurdo! -exclamó Juan -. Te tengo que pedir que te vayas; nadie tiene derecho a imponer a otro lo que tiene que hacer. Vos estarás enamorada de mí, lo que sea, pero a mí me importa un cuerno. Puede ser que hayamos sido compañeros de escuela, después de todo tengo muy mala memoria, pero eso no quiere decir nada.
Susana no respondió, sólo cambió la sonrisa por una mueca de tristeza, lo que provocó que Juan bajara la voz, y se levantara diciendo: "Lo siento". Después hizo un gesto con la mano indicando a Susana que se levantara para irse. Ella, sin embargo, hizo algo imprevisto; se levantó rápidamente y lo besó, abrazando la cintura con fuerza. Juan, por unos segundos, no reaccionó, pero enseguida trató de separarse de la mujer sin éxito. Susana lo sujetaba con fuerza, a la vez que lo besaba efusivamente en los labios, en la cara, en el cuello. En el cerebro de Juan se entremezclaban pensamientos y sensaciones por igual, sin alcanzar algo de claridad. Por segundos sentía la repulsa de olores nuevos y el tacto de unas manos que de la cintura pasaban a recorrerle rápidamente la espalda y más abajo, llegando hasta los muslos, arrugando la ropa. Pero también lo embargaba la excitación y el placer. Chocaban los extremos, y de pronto sintió mareos, se le desdibujó la visión y cayó en la inconsciencia.
Despertó confundido, sin saber adónde estaba. De pronto recordó todo y se dio cuenta que se encontraba acostado en una cama de un cuarto de hospital. Llamó la enfermera, apretando un interruptor que colgaba sobre la cama y que presumía cumplía esa función. A los pocos minutos entró la enfermera con una sonrisa, quien sin darle tiempo a decir nada exclamó:
-¡Hola, hola!...¡ Por fin se despertó!.
La enfermera se acercó a la cama, estiró las sábanas, tapándolo hasta el cuello y agregó:
-En media hora lo va a venir a ver el médico; no se preocupe que no tiene nada grave. Su mujer estaba preocupada, pero le explicamos que...
-¡Mi mujer!-, exclamó Juan, interrumpiendo a la enfermera -. ¡¿Qué mujer?!.
-¿Cómo qué mujer?-, respondió asombrada la enfermera. Su mujer. Lo trajo muy preocupada, nos explicó que se había desmayado de pronto, sin ningún motivo aparente... Y bueno, aquí está...
-Debe estar loca-, murmuró Juan para sí.
-¿Cómo?- dijo la enfermera, acercándose un poco más a Juan porque no lo había escuchado.
-Que yo no estoy casado. Y que no quiero seguir hablando de esto -dijo Juan como con fastidio. Quiero irme a casa. Llame al médico, o a quien pueda arreglar todo este embrollo.
-Pero... ¿cómo que no está casado? -dijo la enfermera con asombro-. Con lo preocupada que estaba su mujer. ¿Cómo se puede olvidar de ella?. Se encargó de todo, habló con los médicos; estuvo prácticamente a su lado todas las horas que estuvo inconsciente. Le trajo el pijama porque tiene que permanecer en observación hasta mañana, y no hace diez minutos que fue a comprarle una revistas por si quería leer, ya que el médico dijo que en cualquier momento se iba a despertar...
La enfermera se calló porque el ruido de la puerta la hizo darse vuelta. Vio a Susana abriendo la puerta y exclamó:
-¡Hablando de Roma, aquí llegó...
Susana entró al cuarto y rápidamente, al ver a Juan despierto, se zambulló sobre él, lo abrazó y besó diciendo:
-¡Mi amor! ¡Mi amor! Estaba tan preocupada.
Juan reaccionó como cuando horas atrás, en su casa, Susana también, forzándolo, lo abrazaba y besaba.
-¡Salí de acá, loca, reloca...! - gritó Juan.
La enfermera reaccionó, zambulléndose también sobre la cama para sujetarlo a Juan, creyendo que sufría todavía de un shock o algo por el estilo. Pensó que lo que le produjo el desmayo en la casa no era una boludez porque no reconocía a su propia mujer y además reaccionaba al verla como un loco.
Las dos mujeres sujetaban a Juan, mientras éste gritaba y se movía como si estuviera recibiendo electricidad en su cuerpo. Susana, a la vez que trataba de abrazarlo con fuerza, le decía al oído:
-Mi amor, calmate... mi amor, calmate...
La enfermera, le apretaba los brazos y comenzó a gritar:
-¡Mario! ¡Mario! -, llamando al médico de guardia.
El tal Mario apareció, y la enfermera le dijo:
-Trae un calmante, ¡rápido!
A los pocos segundos, como si hubiera estado preparado, Mario entró con una aguja hipodérmica gritando:
-¡Agarrenlóóó!
Acostumbrada a esos menesteres, la enfermera lo dio vuelta violentamente a Juan, se ayudó con su cuerpo para mantenerlo boca abajo en la cama, y con una de las manos le bajó el pijama para que Mario le clavara la aguja.
Juan seguía gritando y sacudiéndose, pero en vano. El médico le inyectó en su nalga un calmante. De los fuertes. Y la enfermera se mantuvo arriba de Juan, con todo su peso, hasta darse cuenta que los gritos de Juan se habían transformado en un murmullo, y sus fuertes sacudidas, en un ligero temblor. Susana se había alejado de la cama al momento que Mario hizo señas de que se apartara para aplicar el calmante. Con una mano sobre la boca, movía ligeramente la cabeza en un gesto de negativa, como diciendo "no sé que pasa".
-No se preocupe-, le dijo la enfermera-. Va a dormir un par de horas y en ese tiempo podemos consultar al médico qué hay que hacer. Lo probable es que no sea nada de qué preocuparse; una amnesia temporal por el shock que sufrió o por el golpe que tuvo al desmayarse. Capaz que al despertarse del sedante ya se le pasó todo y la reconoce.
-Ojalá -respondió Susana-. Me tiene tan preocupada. Estaba tan bien y de golpe se desmayó. Y ahora dice no reconocerme. Me da miedo. Usted no sabe cuánto lo amo, y que bien nos llevamos.
-No se preocupe- repitió la enfermera. Vamos a consultar con el médico.
Susana escuchó del médico casi las mismas palabras que le había dicho la enfermera. Que había que darle a Juan unos sedantes por unos días, mandarlo a la casa para que descansara, y en poco tiempo recobraría la cordura.
Juan abrió los ojos y comprendió que se encontraba en su casa. Por unos segundos confió que todo lo que recordaba de los últimos días no fuera más que una pesadilla. Pero luego tuvo la certeza que no, que todo había sucedido y que además, continuaba. Así lo certificaba la claridad que entraba por la ventana del cuarto, propia de unas horas del día en que él jamás se hubiera acostado a dormir. Además, llegaba de la cocina un fuerte aroma a salsa u otra comida calentándose, y él nunca permitía que este tipo de olores se diseminara por la casa. Su fobia le impedía cocinar sin que el extractor de aire estuviera prendido.
Se sentía todavía medio débil y mareado.
-Quién sabe cuánto tiempo estuve dopado - pensaba.
Se sentó lentamente en el borde de la cama, tomó coraje respirando hondo, y se levantó. Caminó hasta la cocina y vio a Susana cocinando. Se había atado un delantal sobre una ropa informal, de entrecasa, y revolvía el contenido de una olla sobre la hornilla de la cocina.
Habló, y se extrañó al escuchar su voz. No gritó como pensó unos segundos antes debería hacerlo. Con una voz normal, y hasta suave, le dijo a Susana:
-Qué estás haciendo.
Susana no se dio cuenta que Juan se había levantado, y que se había llegado hasta la puerta de la cocina. Lo miró con un pequeño sobresalto, pero con una sonrisa.
-Mi amor -dijo.
Apartó rápidamente la olla de la hornilla; se pasó las manos por el delantal y se acercó a Juan con la intención de abrazarlo. Él la dejó hacer, aunque no pudo evitar estirar la cabeza un poco para atrás, como queriendo evitar que Susana intentara besarlo. No sabía muy bien porqué, pero no quería reaccionar con el disgusto de la última vez en que Susana también tomó contacto con su cuerpo. Sentía la confusión por olores y sensaciones que instintivamente se veía empujado a rechazar. Pero sentimientos fuertes y agradables también lo inundaban de a poco; estaban en el aire. Se daba cuenta que partían de Susana y se fijaban a él. Comprendió que por eso no la reprendió inmediatamente al levantarse y verla cocinando en la cocina. Su fobia peleaba en su interior con la excitación y el placer, y Juan tomaba conciencia de ello. Que podía evitar desmayarse y a la vez dejarse llevar por esa situación en que quizás su pasado de fobias -y ahora comprendía también de soledad-, daba paso a un mañana distinto.
Juan lanzó un profundo suspiro, y respondió al abrazo. Acercó su cara a la de Susana y, con torpeza, la besó. La besó profundamente. Entendió que sólo podía haber amor en una mujer capaz de sacarlo de esas cualidades extrañas que signaban su vida y que él acataba porque las creía en cierto modo propias de su naturaleza. Un amor al que podía aspirar porque existía.
EL MUERTO PEDÍA HABLAR POR TELEFONO
Nadie se daba cuenta que el muerto pedía hablar por teléfono. No lo hacía de una manera evidente, con gestos ostentosos o a los gritos. No. Un ataúd quizás demasiado pequeño impedía cualquier tipo de movimiento. El muerto realizaba pequeñas gesticulaciones: subía y bajaba las cejas, abría y cerraba uno de sus ojos, fruncía los labios; todo esto acompañado con el movimiento de una de sus manos: el meñique y el pulgar estirados, los otros tres dedos apretados contra la palma de la mano y ésta efectuando pequeñas oscilaciones, imitando el tubo del teléfono. Era inútil, nadie se daba cuenta, y el muerto desesperaba pensando indignado que ya que se moría bien podían respetar un último pedido.
Su mujer, hijos, amigos y parientes daban vueltas por toda la sala velatoria, incluso a veces se apoyaban peligrosamente en el cajón, haciéndole temer una infortunada caída del ataúd en el piso, pero como casi nadie le mira la cara a los muertos, no percibían sus muecas.
Muchos sonidos tapaban los murmullos del muerto: los llantos, las conversaciones, los ofrecimientos de mate o café, los rezos de dos o tres viejas, los chistes morbosos en los rincones y los gritos de aquellos parientes que llegaban al velorio y, por alguna tradición o costumbre, se veían obligados a exclamar desde la puerta de entrada ¡papá! o ¡tío! o el parentezco que sea, para que el resto de las personas se enteraran que su aprecio por el muerto es indudable.
Las horas pasaban y el muerto verdaderamente estaba podrido de esperar y consideraba injusto sentirse tan ignorado cuando en vida había sido un marido afectuoso, fraternal y sincero con sus hijos y amigos y de buenos tratos con la gente. Su muerte también fue injusta. Tenía solamente 52 años y todavía laburaba en su taller mecánico con las mismas ganas que a los 25, cuando empezó con ese trabajo. ¿Quién iba a decir que un motor de mierda se soltaría del guinche que lo sostenía arriba del foso, golpeándolo mortalmente en la cabeza? Se preguntaba: ¿porqué ese accidente sin sentido en un día como tantos?, y ahora que estoy muerto ¿porqué nadie me da pelota?.
Las horas pasaban sin prisa como en todo velorio, sobre todo para el muerto que perdía las esperanzas de que alguien lo escuchara antes de marchar al cementerio. No fue ninguno de los integrantes de la familia quien finalmente se dio cuenta que el muerto pedía algo: fue un simple empleado de la empresa que realizaba el servicio fúnebre, que luego de sacar a toda la gente de la sala velatoria y en el preciso momento en que colocaba la tapa del ataúd se dio cuenta que el muerto movía los labios murmurando algo. No se sorprendió del todo; llevaba muchos años en ese oficio y en muchos casos había constatado que no todos los muertos se comportan de la misma manera: hay quienes resucitan a las 24 o más horas de un fulminante paro cardíaco, y otros que no se resignan a morir del todo y sorprenden con insólitos pedidos. Éste parecía ser el caso.
"¿Qué te pasa, viejo?", preguntó, mirándolo a unos ojos que no se abrían del todo. "Que quiero hablar por teléfono", dijo el muerto en forma apenas audible, obligando al empleado a acercar uno de sus oídos a pocos centímetros de los labios pálidos. "No, eso no se puede", respondió, y agregó: "Usted está muerto y todos lo dan por muerto, y como todo muerto tiene que callarse la boca y marchar al cementerio. ¿Qué pasaría si le digo a su familia que está pidiendo una llamada por teléfono?... Por favor... ". "Es un último pedido; yo no quiero molestar a nadie..", murmuró nuevamente el muerto, y acotó: "Por lo menos, le pido el favor a usted: haga la llamada de mi parte; si toma el mensaje después tranquilamente puede poner la tapa al cajón y olvidarse de mí para siempre. Ya no necesitaré nada más...".
El empleado accedió, porque pensó que de no hacerlo quizás algún día se iba a arrepentir; alguna noche se despertaría sobresaltado por la culpa de no haber accedido al último pedido de un muerto. "Bueno, ¿adónde quiere que llame y qué quiere que diga?", le interrogó. El muerto le explicó: "Llame al 33341 y pregunte por Susana, a quien abandoné injustamente antes de casarme con mi mujer. Dígale que cuando uno se muere se piensa con un increíble apego a las cosas que quizás sin darnos cuenta fueron las más importantes de la vida, y que si bien no puedo quejarme de cómo me trataron los años después de dejarla, no quería marcharme sin que supiera que fue mi único amor verdadero; que la muerte nos despoja de todo, pero todavía sus ojos tardan en desaparecer".
NO SE VEIA ELEGANTE
Se paró frente al espejo para acomodarse el nudo de la corbata. No se veía mal, pero no estaba conforme. Se apretó un poco más el nudo y tampoco lo satisfizo. Siguió y siguió. La respiración se le cortaba, pero la imagen que le devolvía el espejo todavía no le conformaba. Busco una silla, se paró encima y ató la punta de su corbata al duro gancho que en lo alto de la pared sostenía el espejo. Volcó con sus pies el asiento y quedó colgando de la corbata que siguió anudándose del cuello hasta cortarle la respiración y llevarlo a esa inconsciencia que antecede a la muerte. En los últimos segundos de visión, con su cara apretada contra el espejo, recién se sintió conforme de la prestancia que tenía su imagen.
EL TARTAMUDEO DE PEDRO
Pedro no tartamudeaba al hablar. Pensaba tartamudeando. Por eso debía tomarse su tiempo para responder o decir algo.
No lo consideraban un idiota, pero quienes lo conocían estaban convencidos que vivía en las nubes. Nadie podía imaginar lo torturada de su vida. Que hasta el pensamiento más simple, como: "Es un buen momento para tomarme unos mates", tardaba en tomar forma en su cabeza lo suficiente como para fastidiarse y desistir de la idea.
No obstante, Pedro tenía la fuerza de voluntad necesaria para no quebrarse. A pesar del esfuerzo, intentaba pensar y actuar como cualquier hijo de vecino. Presentía que el día menos pensado perdería la tartamudez que cargaban sus pensamientos, y sus neuronas razonarían con normalidad.
Por esa seguridad íntima no había malgastado el tiempo en médicos o psicólogos. Ya bastante engorrosa era su vida, como para pasar el mal rato de tratar de explicar a un profesional algo que, de acuerdo a sus averiguaciones, no tenía precedentes en toda la historia médica.
A pesar de las obvias dificultades que tenía para comunicarse, un día se enamoró. La mujer elegida retribuyó esos sentimientos, aunque le preocupaban los silencios largos de Pedro que se producían hasta en las conversaciones más triviales.
Cuando a mitad de un amor ella le murmuraba: "no he amado nunca a nadie como a vos", esperaba de Pedro la misma y rápida confesión. Sin embargo, ésta siempre tardaba. Él no le había contado de su problema, y ella simplemente atribuía la demora a que en realidad no la amaba. Que sólo la usaba.
Pedro percibía a veces esa desconfianza, pero creía que las cosas no iban a llegar a un punto tal como para plantear la ruptura. Temía más decirle la verdad y que ella lo tomara como un loco. Mantenía ese optimismo de creer que en cualquier momento sus pensamientos dejarían de tartamudear.
Una noche, cuando se amaban con ardor, ella no aguantó. Gritó de pronto: "¡Decime que me amás, que soy el amor de tu vida, decímelo ya!", pero como Pedro no contestó rápidamente, le pegó con furia en la cabeza. Dos o tres golpes seguidos, con las manos cerradas.
Pedro sintió que algo cambiaba en su cabeza. Como si su cerebro recibiera una inyección de oxígeno, o el efecto de un fuerte narcótico. Sus pensamientos de golpe dejaron de tartamudear. O mejor dicho, por los golpes.
Lloró de felicidad, mientras la abrazaba y decía que también la amaba, que en realidad no podía expresar con palabras todo lo que significaba para él.
Ella le creyó; la emoción era sincera. Se sintió turbada por pensar que había sido capaz de actuar con violencia, pero Pedro la tranquilizó: "Nadie nunca al pegarme, me hizo tan feliz", dijo con una sonrisa.
CAMBIO DE ATAUDES
Fernando G. trabajaba en el cementerio. Comenzaba su turno al mediodía, y terminaba a las 20, una hora después de cerrarse las puertas al público. Su trabajo era sencillo: la limpieza del sector de las bóvedas. Barrer y baldear las vereditas entre panteón y panteón, y la vereda principal, de unos cien metros, que separaba una fila de panteones de la otra. También los interiores: barrer, sacar el polvo, mantener limpias las puertas y las pequeñas aberturas. Algunos familiares de los muertos visitaban el cementerio más asiduamente que otros, y como en general no sólo cambiaban las flores de los jarrones distribuidos al lado de los ataúdes o en pequeños altares, sino que también se encargaban un poco de la limpieza de los panteones, a Fernando G. le aliviaban su trabajo. No obstante, había bóvedas que prácticamente no eran visitadas.
Fernando G. era muy creyente. Creía que había vida después de la muerte, y por eso consideraba una grave falta que las personas no fueran al cementerio. Se imaginaba la desilusión de los muertos, en algún lugar que dios les había reservado, al ver que con los años sus parientes y amigos los olvidaban, y ni siquiera en las fechas que más facilitaban el recuerdo, algún aniversario o el Día de los Muertos, iban a dejar una flor en sus tumbas o en los panteones. Por eso saludaba con alegría a las personas que regularmente visitaban la bóveda familiar, y se disgustaba cuando sacaba el polvo del interior de los panteones que prácticamente por meses no eran visitados. Veía los ataúdes y sentía lástima por esos muertos que -pensaba- en algún lugar penaban el olvido de sus seres queridos.
Un día tuvo una idea que consideró correcta. La fue rumiando por semanas, hasta que decidió llevarla a la práctica.
-En cierta medida tengo alguna responsabilidad con los muertos de las bóvedas que limpio- pensó-. Puedo hacer algo para que no se sientan tan olvidados.
Con un lápiz y un papel anotó durante dos meses las visitas que recibían las bóvedas. Fue llevando una estadística de aquellos familiares que con más regularidad realizaban visitas. Sabía que la bóveda de la familia Rivoire, una de las más tradicionales del pueblo, era visitada dos y hasta tres veces por semana; la de la familia Cuenca, una o dos veces; la de la familia Gómez, con un largo árbol genealógico de médicos y abogados, una vez cada cuatro días. Y así con todos.
Se sabe que casi todos los ataúdes, en especial los destinados a bóvedas, son similares: madera de color roble oscuro, imitación de la plata en el cristo sobre la tapa y en las manijas y arabescos a los costados. Además, casi todos los ataúdes eran cubiertos con mantillas, de hilo o seda fina, que impedían ver los detalles de los cajones. Eso facilitaba la intención de Fernando G. Una vez cerradas las puertas del cementerio al público, le quedaba una hora para poner en práctica su idea. Conocida la regularidad de las visitas, lo que hizo fue mover los ataúdes de una bóveda a la otra, de las más visitadas a las menos, cada tantos días, de manera que todos recibieran, en forma pareja, la visita de alguna persona. Sabía que cometía una injusticia con algunos muertos cuyos parientes venían a dejar una flor asiduamente, porque ahora los períodos de tiempo entre visita y visita iban a ser más largos. Pero, consideraba más justo que aquellos muertos que habían sido olvidados tuvieran un trato similar, aunque no fuera un pariente o amigo el que realizara la visita. Imaginaba que al muerto eso no le importaría. Algo era algo. Y los muertos que no habían sido olvidados por sus seres queridos, comprenderían. A veces, no podía evitar ponerse colorado cuando veía a una viuda arreglar con esmero las flores de un jarrón al costado de un ataúd en el que consideraba descansaba su esposo, y que en realidad albergaba a otro muerto. Dudaba por momentos de la justicia del engaño que cometía con esa gente. Pero se convencía luego que sus motivos eran valederos. Se trataba de un acto de caridad. Trató además de no ser descuidado: había efectuado pequeñas marcas, casi invisibles, en la madera de los ataúdes, para que no se le confundieran y los cambios de una a otra bóveda se ajustaran a un programa en donde todos fueran visitados con una regularidad similar. Y para que siempre retornaran al panteón de origen, de manera que tras un lapso de tiempo razonable fueran visitados verdaderamente por sus familiares, y no por personas extrañas.
Creía tener todo perfectamente organizado; la tarea no era muy dura, porque como en todo cementerio, había un carrito de esos que permiten transportar los ataúdes con comodidad. Además, en esa hora última de cada jornada, quedaban muy pocas personas en el cementerio, trabajadores como él que cuidaban otros sectores y que por esa razón muy raramente aparecían en el área de los panteones. Si llegaban a hacerlo y lo veían empujando un carrito con un ataúd, podía argumentar que sólo lo había sacado de un panteón para hacer más fácilmente la limpieza. Nadie dudaría; ¿a quién se le hubiese ocurrido algún otro motivo?
Pero algo no previó Fernando G.: su propia muerte. Ya era una persona de unos cincuenta años, y aunque se sentía de muy buena salud y jamás se le cruzó por la cabeza que de un día para otro podía morirse, la parca igualmente lo visitó. Una tarde, mientras se encontraba barriendo, sintió de pronto una punzada en el pecho, y a los pocos segundos cayó muerto en el piso por un fulminante infarto. Por el sistema que había implementado para que todos los ataúdes fueran regularmente visitados, ese día la mayoría se encontraba en panteones distintos a los de su familia. Los de Cuenca se encontraban en la bóveda de los García, los de Rivoire en los de Mariani, y así con todos. Sin quererlo, Fernando G. cometió una injusticia peor de la que quiso remediar. Ahora iban a ser olvidados los muertos que antes eran visitados por sus familiares, y al revés, aquellos que habían sido olvidados por sus seres queridos, contarían con el regalo de ser visitados regularmente. Esto si lo miramos desde las creencias de Fernando G.. Para quien está convencido que la vida después de la muerte es una superchería, no importa finalmente si los ataúdes descansan en panteones equivocados. No hay injusticia contra la nada. Pero se debe rescatar la intención de Fernando G. de hacer más interesante y trascendente un trabajo que no tenía nada de importante. Después de todo, eso es más de lo que se puede decir de millones y millones de anónimos trabajadores.
SORPRESA DE UN PAJARO I
Me sirvo un whisqui con hielo y me siento en una sillón del comedor a leer con placer una novela del italiano Alberto Moravia que descubrí ayer en la biblioteca (El hombre que mira). Mientras leo plácidamente, sosteniendo el libro con la mano izquierda, con el dedo índice de la derecha revuelvo el hielo en el vaso que descansa en el piso al costado del sillón. Me dejo absorber por la historia hasta que el tacto de mi dedo hundido en el vaso me dice que algo ha pasado; que ya no siento el líquido y la dureza fría del hielo, sino la suavidad de la lana o, con más certeza, la tibieza de la pluma, el cuerpo de un pájaro. No me atrevo a mirar en forma inmediata. Pienso que por el tiempo que he tenido el dedo jugando con el hielo en el vaso de whisqui, éste se ha entumecido y eso ha causado la pérdida de sensibilidad. Debe ser así; creo, equivocadamente, que estoy tocando un pájaro, cuando en realidad nada ha cambiado, y a lo sumo el hielo se ha terminado de derretir. Con esa confianza miro a mi derecha en la dirección del vaso y descubro con asombro que en verdad las terminales nerviosas de la yema del dedo transmiten lo correcto: en mi vaso hay un pájaro, un pájaro vivo, parecido a un gorrión, que apenas si se mueve como disfrutando que mi dedo lo acaricie. No está mojado porque el whisqui y el hielo por alguna razón han desaparecido. A pesar de la sorpresa no reacciono con brusquedad, quizás porque lo inédito de la situación hace que lo tome con calma.
Trato de buscar alguna explicación lógica a lo que está pasando. Primero, estoy seguro que el whisqui no me lo tomé. Segundo, no hay ninguna ventana abierta en la casa por donde un pájaro podría haber entrado. Razono que a lo mejor estoy equivocado, que aunque las ventanas no estén abiertas, el pájaro pudo haber hallado alguna pequeña abertura para entrar. Luego se acercó lentamente al vaso y sin que yo me diera cuenta sorbió el whisqui con su pico. Terminada la bebida, se metió adentro del vaso y acomodó su cuerpo de manera que mi dedo lo acariciara. El whisqui lo debe haber embriagado lo suficiente como para no temer el roce de mi dedo y así comportarse como un pequeño animal doméstico. Por mi parte, razono que me encontraba tan atrapado por la historia de Moravia que no percibí que el hielo y el whisqui desaparecieron y que un pájaro se acomodó en el vaso. Pero, toda está lógica no me convence. Aunque soy muy racionalista, me siento tentado a pensar que ha sucedido algo mágico que no puedo desaprovechar. Me sonrío al pensar que fui agraciado de alguna manera.
Siempre tuve la seguridad que ser un buen lector era una inequívoca muestra de salud mental. Ahora tenía la certeza además que el hombre que puede llegar a leer acariciando a la vez un pájaro -que en algunas mitologías y para algunos filósofos simboliza el orgullo-, se convierte en un ser especial, pasa el límite entre lo que es y lo que puede ser el hombre.
Con esa sensación de agradabilidad, me arrellano un poco más en el sillón, acaricio el pájaro con toda la mano y retomo la lectura.
SORPRESA DE UN PÁJARO II
"...águilas deben traernos en sus picos la comida a los solitarios!"
Nietzsche ("Así hablaba Zaratustra")
Cada vez que sonaba el teléfono en casa me era imposible atender porque un pájaro, aparentemente atento y preparado, entraba velozmente por la ventana y se posaba sobre el tubo del teléfono. Podría haberlo espantado y atender, pero algo me decía que no debía actuar de esa manera. El pájaro era un poco grande, del tamaño de esas aves rapaces de la pampa argentina, un chimango o una especie similar, y ni bien se posaba sobre el teléfono, miraba en forma amenazante, abriendo y cerrando su pico como sugiriendo que en caso de intentar tomar el tubo, lo clavaría en mi mano.
La situación no cambió durante varios días, hasta que el ave, no sólo impedía acercarme al teléfono, sino que atendía las llamadas por mí. O es una manera de decir: con sus garras, y no sin dificultad, descolgaba el tubo del teléfono, y luego graznaba al micrófono, respondiendo con su inentendible lenguaje a la -imaginaba- azorada persona al otro lado de la línea.
Así me fui ganando, de una manera totalmente ajena a mi voluntad, el desagrado de los familiares, amigos y conocidos, que creían que me había vuelto medio loco al contestar con gritos incomprensibles, aunque con indudable enojo, sus llamadas amistosas.
Traté de explicar personalmente esta situación a cada una de las personas que, estaba seguro, me habían llamado. Pero, lo increíble de la historia, no hizo más que confirmar sus temores sobre mi salud mental, y prácticamente, atemorizados, cerraron la puerta en mis narices.
De allí en más, los días se fueron sucediendo sin que el teléfono sonara. El pájaro, no obstante, no me abandonó. Entraba por mi ventana, ya no para posarse solamente sobre el teléfono, sino para hacerlo también sobre los distintos muebles y objetos de la casa. Su comportamiento además cambió, ya no miraba de forma amenazante, ni me asustaba con graznidos. Amistosamente, se acercaba cuando terminaba de comer o cenar, para tomar, delicadamente con su pico, las sobras y así alimentarse también. Pensé, absurdamente, que en realidad la hostilidad demostrada cada vez que sonaba el teléfono en casa, no fue más que una estratagema para alejarme de las personas que de una u otra manera estaban vinculadas a mi vida, y así ocupar su lugar.
Cada vez más pienso en lo correcta de mi especulación. Por de pronto, el ave, que me cuesta ahora verla como un animal rapaz, se ha transformado en una mascota dócil, que hace menos monótona mi vida.
Me veo tentado a veces a comunicarme con toda esa gente que me abandonó temerosa por mi supuesta locura, para retomar la relación que teníamos. Pero luego me convenzo de lo contrario, que lo mejor sería dejar las cosas como están. Muchas veces me he despertado a mitad de la noche angustiado por una pesadilla en donde mi ave, luego de oír insistentes llamadas por teléfono, me ataca con ferocidad, y clava sus garras en mis ojos dejándome ciego. De día trato de no preocuparme por vivir como un ermitaño. Después de todo hay quienes no tienen siquiera la compañía de un animal, o, al revés, quienes viven rodeados de adulones y personas que profesan amor o lealtad, y en realidad están completamente solos. Yo estoy seguro que no hay oportunismo o algún tipo de engaño en este pájaro, y a su modo se ha ganado mi compañía. El hecho que viva con una sombra de temor por creer, en el fondo de mi conciencia, que el ave pueda llegar a comportarse como lo presagian mis pesadillas, no es muy distinto a lo que cargan también todas las personas que conviven con alguien.
Y sentía el pie cerca del corazón.
MI BISABUELA
"Ser niño es, sobre todo, un flujo de osadas y furtivas conjeturas...".
Fernanda Eberstadt ("Los demonios de Isaac")
Tuve la suerte de conocer a mi bisabuela, quien murió cuando yo abandonaba la niñez y entraba en la pubertad. No sólo la conocí, sino que tuve con ella un cariño y una relación muy especial, paralela a la de mis padres. No puedo separar los recuerdos que guardo de los tres a los diez años de vida de la imagen de mi bisabuela, a la que llamaba simplemente abuela Juana. Por supuesto que esta relación se dio a partir del afecto que ella tuvo conmigo, por arriba de cualquier otro miembro de la familia y de mis propios hermanos. Yo no sólo era su bisnieto, creo -así lo sentía- que era su única familia. En cierta medida, algunas situaciones se dieron para que ella fuera apartada de la consideración usual entre parientes cercanos. Su hija, la madre de mi madre, sufrió una severa arteriosclerosis, originada en un ataque de hipertensión, que fue deteriorando, progresivamente su salud física y mental. Quedó postrada prácticamente en una silla de ruedas, limitada a pocos movimientos, y mi abuelo, que indudablemente la amaba porque nunca consintió que una enfermera u otro miembro de la familia lo ayudara a cuidarla, se ocupó diariamente de higienizarla y darle la comida en la boca, como si fuera un bebé. Esto por años. Mi abuela sufrió esa grave enfermedad cuando yo tenía tres o cuatro años, y sobrevivió hasta unos años después del fallecimiento de mi bisabuela. Fue muy particular la manera en que evolucionó su enfermedad en la conciencia, en su salud mental. Quizás por aspectos negativos que arrastraba de la relación que tuvo con su madre, en la niñez, o en la juventud, o vaya uno a saber, que indudablemente quedaron agazapados en su inconsciente, la abuela comenzó a manifestar un odio casi visceral contra su madre. El deterioro en su salud, no obstante no le había negado la palabra, y, precisamente, la utilizaba para hablar pestes de mi bisabuela. Eso provocó que de a poco se volviera insostenible la convivencia entre ellas, y convulsionó la que existía con otros miembros de la familia. Fue comprensible que mi abuelo se sumara al progresivo aislamiento en que fue quedando mi abuela Juana, pero nunca entendí muy bien porqué otros miembros cercanos de la familia se sumaron a esa agresión gratuita que tuvo mi bisabuela en lo que serían los últimos años de su vida. Quizás celos por ese afecto y relación especial que tenía conmigo. ¿Quién sabe? En realidad dudo si todo ocurrió así como lo cuento, porque los recuerdos tienen la imparcialidad de ese amor que yo sentía con la que consideraba mi verdadera y única abuela, y por el horizonte más acotado de razón y comprensión de las cosas que se tiene de niño. Lo cierto es que mi abuela Juana, que vivía en la misma casa de mis abuelos, pasó primero a vivir a una pieza con baño construida al fondo del terreno, separadas las dos construcciones por una gran parra que servía de refugio para las comilonas de algunos domingos, aniversarios, navidades y otras fiestas familiares. No obstante, por ese desgaste de la convivencia, un día se cansó y se fue a vivir sola a una pensión. Después de todo no dependía totalmente de la familia, porque a pesar de su edad -superaba largamente los ochenta años- conservaba la lucidez de una mujer de menor edad y no tenía problemas importantes de salud, con excepción de un reuma en las piernas que le obligaba a realizar diarios y contínuos masajes con una crema que recuerdo se llamaba Bálsamo Sloan. Además, cobraba una pensión -que creo le dejó su marido, quien moriría joven, al igual que su único hijo- con la que todavía, en esos años del país, podía vivir con algo de estrechez, pero con dignidad. Lo cierto es que respondió al aislamiento en que la iban dejando, haciéndoles la tarea más fácil. Se distanció de todos, menos de mí. Ese es uno de los recuerdos más sentidos que guardo de ella. Yo iba a una escuela parroquial de mañana, y ella cada tantos días aparecía en los recreos a verme. Nunca supe qué excusas dio a la maestra -estaba en tercero o cuarto grado- o a las autoridades del colegio, pero lo real es que me dejaban verla, y así en lugar de jugar con los compañeritos del grado, me sentaba a charlar en un banco con ella. En uno de estos encuentros recibí uno de los regalos más lindos que tuve en mi infancia: un reloj. Recuerdo que era un Tressa, recubierto de oro, de un tamaño y con una malla de metal para chicos. Pero era de verdad, y eso además de reflejar su afecto, me daba otra satisfacción, la de hacerme sentir grande, porque, para la visión que tenía en esos años, tener un reloj era una cosa de gente mayor, no de niños. Creo también que ese reloj fue la causa que mis viejos se enteraran de las visitas que recibía en secreto de mi bisabuela, y la punta del ovillo para que descubrieran su paradero. No obstante, ella siguió viviendo sola, aunque retomó algún tipo de relación formal con la familia y se mudó a una pensión cercana a mi casa y a la de los abuelos. Una pensión donde ella finalmente moriría, creo que a los 93 años, no se sabe si por un ataque al corazón o intoxicada por la falta de oxígeno, ya que siempre utilizó para calefaccionarse en el invierno un viejo brasero de metal fundido. Ese brasero está también unido a gran parte de las imágenes que guardo de ella. Muchas veces yo juntaba los palos y maderitas que ayudaban a prender el carbón, y como buen chico me gustaba acercar mis manos a ese brasero para recibir calor, y asustar a mi bisabuela haciéndole creer que me había quemado. Cuando quedaban pocas brasas, la recuerdo colocando el brasero bajo sus piernas, haciéndolo desaparecer, porque siempre usó largas polleras, como la de esas campesinas europeas o rusas que uno veía en muchas películas, que le llegaban hasta los tobillos. Generalmente se sentaba en una vieja silla de mimbre, colocaba el brasero bajo sus piernas, y yo también me sentaba adelante de ella en una sillita chica. Y así, frente a frente, charlábamos y hacíamos otras cosas, como rezar y jugar a las cartas. Ella era muy religiosa, mucho más que el resto de la familia, y hacía que yo compartiera muchos de la serie de ritos y preceptos que tiene para sus fieles la iglesia, en este caso la católica. Yo asumí naturalmente esa devoción, porque después de todo mis viejos también eran muy creyentes, y me habían inculcado que eran faltas graves no rezar antes de dormir o ausentarme de misa los domingos. Mi bisabuela me llevaba a misa los domingos, pero solía también hacerlo un sábado o entresemana. Además, me hacía rezar en distintos horarios del día, incluso largos rosarios. No permitía que dijera alguna mala palabra, y, precisamente, la única actitud severa que tuvo conmigo fue una vez que exclamé un "¡carajo!" que había escuchado y que en realidad no sabía muy bien si era o no un insulto, pegándome con su mano abierta en la mejilla. Aprendí de ella el catecismo y las historias más populares de la biblia, mucho más que de las horas de religión de la escuela parroquial o de esos cursos que debía tomar previo a la confirmación y la comunión. Lo que más me gustaba era compartir con ella el juego a las cartas. En realidad mi bisabuela me enseñó los principales juegos que todavía suelo practicar con amigos y mis hijos: la escoba de quince, el chinchón y el truco. Me enseñó también el mus y el tute cabrero que, lamentablemente, tras su muerte, fui olvidando. Tenía unas cartas viejas y manoseadas, y en tantos años no recuerdo que cambiáramos de maso. Utilizábamos como mesa sus propias piernas, porque después de todo, cuando me sentaba frente a ella en mi sillita, quedaban perfectamente a mi altura. Para anotar utilizábamos porotos colorados o garbanzos, como solían hacer todos los viejos que jugaban a las cartas. Muchas veces ganaba ella, y algunas pocas ganaba yo, pero lo que más me gustaba es que en esto me trataba también como una persona grande: no por ser chico me dejaba ganar, como suelen actuar los adultos. Lamentablemente los recuerdos son fragmentarios y sin una cronología exacta. Es extraño pensar que el azar todavía tenga la capacidad de hacer batir sus alas por arriba de cosas que sucedieron realmente, y es así que uno aferra algunas imágenes del pasado y otras no, y además se idealiza: lo que creemos sucedió de una manera, lo estamos rememorando seguramente de otra. Es que quizás lo importante de estos y otros recuerdos no sea la fidelidad con que se recrea el ayer, sino los sentimientos que traen al presente. Esa cosa agridulce de la que creo siempre se reviste la felicidad: uno se da cuenta que en aquellos momentos, esos momentos que yo viví con mí abuela Juana, uno fue feliz, pero sin conciencia de ello. Si bien yo era muy chico, y sólo entre comillas uno puede afirmar lo que realmente significó esa relación tan fuerte con mi bisabuela; ahora, con las gotitas del recuerdo -como diría Proust-, que bajan por el corazón y humedecen los ojos, uno se da cuenta que todo eso no murió, sino que se atesora. Después de todo, el acicate para vivir, no se encuentra en nebulosas expectativas al mañana, sino al saber, con el recuerdo, que hemos conocido la felicidad. Recuerdo una de esas imágenes que cada tanto llegan a mi mente, en la que estoy, con tres o cuatro años, sentado sobre las rodillas de mi bisabuela, agarrado a sus manos, y ella jugando conmigo imitando el trote de un caballo, moviendo sus piernas al son de dos canciones. Una, que decía: "Mañana por la mañana te espero Juana en el taller, te juro Juana, que tengo ganas, de verte la punta del pie...", y otra, que decía algo así como: "Serrra mamerra, olla de terra, olla de ram, patatín, patatán, patapatapatapam...", que nunca supe qué quería decir o de qué idioma se trataba. A veces yo mismo, inconscientemente, he repetido con mis tres hijos lo mismo que hacía mi bisabuela: los he subido a mis rodillas y les he cantado las mismas y extrañas canciones. En esas oportunidades no sólo la recuerdo, sino que pienso que, en realidad, ese par de simples canciones y los juegos de cartas son las únicas cosas "útiles" que guardo de ella, porque al crecer fui perdiendo casi todas las cosas que quiso inculcarme. Con los años me he vuelto escéptico y ateo, cosa que mi bisabuela, de levantarse de la tumba, tomaría ahora con mayor desagrado que aquella vez en que se me dio por carajear. Pienso con ironía lo inútiles que fueron sus rosarios, misas y lecturas de la biblia. Su machacar sobre ciertos valores que luego he desechado. Sin embargo, siento que no hubiese querido otra niñez. Quizás no fue casualidad que ella muriera cuando yo estaba a las puertas de mi adolescencia. Que hubiera sido un error que viviera para ver que al niño que amaba le sucedía un joven con otros intereses, que ya no reclamaría su compañía, sus lecturas, sus cartas. Por eso la lloré tanto quizás; porque mi niñez se iba con ella. Era un sábado o domingo; yo estaba jugando al fútbol en un potrero cerca de casa, cuando vi llegar corriendo a mi mamá, que con lágrimas en los ojos me dijo que mi abuela había muerto. Ella también sabía que era mi abuela, no mi bisabuela. Y ahora que lo pienso, sé que lloraba también por lo que significaba su pérdida para mí. Los niños quizás son crueles, y en realidad mis viejos, mis abuelos y otros familiares la querían también y la lloraron con sinceridad. Pero, por mi apego tan fuerte, y por esa situación de aislamiento que había tenido por causa de la enfermedad de la abuela, yo estaba convencido que era el único afectado por la muerte de mi bisabuela. Guardo la imagen del velorio en que prácticamente no me moví de una silla a un costado del ataúd, y en donde rezaba en silencio rosarios y oraciones que mi abuela Juana me había enseñado con dos sentidos: para que dios guardara su alma, y a la vez castigara a la abuela y a todas las personas que hipócritamente lamentaban su muerte, cuando en vida la habían olvidado. A veces lamento no guardar una foto de ella. Mi vieja tiene algunas, pero no he querido tomarle una. Hay veces que aprovecho la visita a mis viejos para hurgar como un ladrón en la caja de fotos para ver una en especial, donde yo estoy, con unos tres años, sentado arriba del paredón del frente de la casa de los abuelos, sosteniendo con mis brazos un cachorro de perro Lassie, y mi abuela Juana, parada a un costado, me sostiene mientras le sonríe a la cámara. Lo hago sólo para verle la cara, porque, lamentablemente, de todas las imágenes que puede llegar a rememorar con mi bisabuela, no sé porqué, me cuesta capturar su rostro. No entiendo cómo a mi memoria se le puede escapar algo tanto importante.
EN SUS OJOS DESCUBRIO EL AMOR
Hacía ya unos cinco años que vislumbró en los ojos de una mujer el reflejo del amor. La había encontrado en la esquina de una plaza, y como se dio cuenta que era una prostituta, sin demasiados preámbulos la llevó a un cuarto de hotel. Allí no sólo la amó, sino que pudo retenerla por varias horas para contar su vida y escuchar el relato de la suya. No se había equivocado. Eran en cierta medida almas gemelas, sus deseos se enlazaban naturalmente, aunque la situación social de uno y otro fueran distintas. No por nada, ella era prostituta y él un empleado administrativo, un poco mediocre, de una empresa, pero con un sueldo que le permitía vivir sin privaciones. Lo cierto es que se enamoró y ella respondió con sentimientos afines. No le preocupaba que fuera prostituta, después de todo, pensaba, uno puede aceptar los esquemas tradicionales enseñados de casarse con una mujer respetable, de la misma escala social, etc. etc., pero eso no garantizaba el amor. El amor es otra cosa. Lo había visto en sus propios padres, que se casaron privilegiando esos valores antes que la seguridad de un sentimiento mutuo, y luego su matrimonio se caracterizó por la infelicidad. Lo importante era que con esa mujer, prostituta o no, se daba el azar del amor, eso que tanto a un hombre o a una mujer le pude suceder no más de dos veces en la vida. Él no lo iba a desaprovechar. ¿Qué importaba que por algunos años ella se acostumbró a buscar hombres distintos cada noche? ¿Acaso no debía comer? Eso quedaría ahora en el pasado. Después de todo, para él también la vida tendría ahora otro contenido, una plenitud que permanecía en secreto o aletargada en sus años de oficinista solitario. Así fue que a los pocos días de esa primera noche de hotel, se casaron. Todo marchó bien hasta que un día se dio cuenta que pasaba algo grave, que no había previsto. Descubrió que su mujer, a escondidas, seguía ejerciendo la prostitución, y cuando se lo echó en cara, ella se justificó diciendo que no lo hacía porque no lo amara, no dudaba de sus sentimientos, pero que había descubierto que no sólo ejerció la prostitución por falta de otras oportunidades, sino porque realmente se creía una mujer con una especial sabiduría para amar a los hombres, una sabiduría profesional que no podía ser acotada a una sola persona. Que lo lamentaba, que podía y quería seguir siendo su compañera, amarlo y ser fiel a ese amor, pero sólo al amor. Como que ser prostituta era parte de su naturaleza, una verdad llana y simple a la que no podía renunciar. Él se sintió shockeado. Se preguntó cómo ese brillo en los ojos de su mujer donde él había vislumbrado la felicidad, podía esconder una trampa. ¿Qué hacer?, se preguntó. ¿Aceptar ese camino de incertidumbres con una mujer que lo engañaría continuamente, pero con la que ya estaba casado y amaba? ¿Sería peor esa vida, de la que tenía antes de conocerla, como solitario, cuarentón y mediocre empleado administrativo? ¿Podría el azar traerle otra mujer en la que encontrara un amor exclusivista, sin trampas? Con dudas, porque sabía también que ya no era un joven que podía fácilmente encontrar otra mujer, optó por la última posibilidad. Le dijo que no podía aceptar ser el marido de una prostituta. Sin embargo, los años empezaron a pasar, sin llevarlo más lejos de lo que había llegado con esa mujer de la calle de la que se había enamorado. No pudo vislumbrar en los ojos de otra mujer nada parecido. Terminó arrepintiéndose de su decisión. Pensó que hubiera sido mejor aceptarla como era; que podía sentirse conforme con el amor que cada día y cada noche descubriría en el brillo de los ojos de su mujer. ¿Qué importaba si en ese brillo otros hombres, por un rato, también encontraban refugio? Por eso desde hace un tiempo la busca por las calles; va todas las noches a esa plaza donde la descubrió por primera vez. Todavía no pudo hallarla, pero confía que el amor que se dio entre ellos, anda todavía serpenteando por la ciudad.
EL ENOJO DEL ACTOR
En un teatro de Buenos Aires se representaba una obra seria, un drama, pero dos espectadores, amigos, se habían tentado de risa y no podían contenerse. El público, molesto por esa falta de respeto al trabajo de los actores, de a poco comenzó a hacer evidente su enojo, largando improperios a la pareja desubicada. Así, empeoraban lo que trataban de remediar. Los actores, ante el desorden, perdían la concentración. Sin embargo, los dos amigos no cejaban con su risa, y el resto del público incrementaba los insultos, chistidos y gritos con la intención de hacer regresar a la cordura a la pareja insolente. La obra de teatro contaba la historia de un hombre y una mujer jóvenes, enamorados y un poco intelectuales, que con una actitud romántica, anticapitalista, habían decidido irse a vivir al campo; creían que allí, cerca de la tierra y de la gente simple, recuperarían una existencia más plena, en equilibrio con la naturaleza y con el espíritu del hombre, lejos de esas ciudades donde triunfaba lo material, el vacío entre muchos. Los personajes estaban convencidos que la supuesta racionalidad científica y técnica, simbolizada por la gran ciudad, acunaba en sus brazos al hombre irracional y con amnesia sobre los valores más importantes. Pero a medida que se desarrollaban las escenas, descubrirían que esa huída al interior rural les deparaba en realidad otra cosa: pobladores hoscos, con prejuicios ancestrales, el aburrimiento y otro tipo de vacío, peor que el de los centros urbanos donde, al menos, se es más libre de intentar cosas sin que las personas lo anden señalando a uno con el dedo.
Cuando el público comenzó a alterarse por las risas de dos espectadores, la obra se encontraba en el tercer acto, en una escena donde los personajes comienzan a tener conflicto entre ellos. Esos entredichos reflejaban en cierta medida la incapacidad de sincerarse y reconocer que la opción de vida elegida, había sido equivocada. A pesar de la fuerza dramática de la obra, los actores no podían evitar mirar de soslayo al público irrespetuoso, y el nerviosismo de la situación les hacía equivocar el texto. El primer actor no sólo estaba confundido, sino además furioso por la actitud del público que, indudablemente, con el enojo creciente y los insultos hacia la pareja reidora, perdía el hilo de la historia, la riqueza conceptual de la obra y sus dotes actorales. La actitud del público hacía identificar al actor con la postura inicial de la obra, crítica a la vida de ciudad y a su gente. Pensaba con enojo: "Gente de ciudad como la de este público... insensible a las cosas realmente importantes, que sólo atiende las cosas superfluas, y en última instancia, sus escalas de valores giran alrededor del dinero, el ascenso social...". Sin tiempo de razonar con profundidad, porque a pesar del escándalo en las butacas trataba de continuar con la actuación, lo fue embargando un sentimiento de repulsa contra los espectadores. No soportaba esa actitud de enfrascarse en gritos contra dos personas que si bien se reían de forma desubicada en mitad de una obra teatral seria, lo más sensato era ignorarlos por respeto a los actores, que de todas formas no iban a distraerse del todo por esa risas. ¿Cómo podían ser tan tarados? pensaba el actor. ¿Cómo no se dan cuenta que están empeorando todo, y que de esta manera nuestra actuación se hace insostenible?
De pronto, no aguantó más, le hizo una seña a su compañera de actuación, y encaró al público gritando: "¡Basta! ¡Basta!. ¡Ustedes! -dijo señalando con el índice de su mano derecha a los dos risibles amigos-, ¡Paren de reír, estúpidos! ¡No ven que son la causa de todo este desorden!". Y agregó: ¡Ustedes! -con un movimiento de mano indicó que se dirigía al resto del público- ¡No se dan cuenta que en lugar de ayudar, empeoran todo! ¡Que están todos chillando y gritando como animales, y así no podemos concentrarnos!". El enojo del actor dio resultado, y todos callaron de pronto, tomando conciencia de la verdad de la reprimenda. Pero el actor se encontraba tan enfurecido como para no detenerse. Estaba, en cierta medida, sacado de las casillas, perturbado. Se le embrollaron en su cabeza las ideas iniciales del personaje de la obra, con las suyas, de actor ofendido por la falta de respeto del público. Y así, con una expresión de orador de barricada, echó en cara de un público azorado un discurso en que describía los peores aspectos de los centros urbanos, y como éstos generaban un tipo de persona en cierta medida detestable. Exclamó: "El consumo, y todas esas cosas supuestamente útiles por las que un gran número de gente corre todo el día, deslomándose en oficinas y otros lugares grises y rutinarios, viajando en subtes y colectivos atestados como sardinas en lata, no puede más que generar hombres inútiles. Como ustedes, que creen cumplir con su pose de clase media culturosa, viniendo cada tanto a un teatro como éste, pero luego no tienen el más mínimo respeto por los actores..." Al llegar a ese punto, la mayoría de los espectadores no pudo menos que sentirse ofendido, y con insultos al actor se empezaron a levantar de las butacas y a marcharse ofuscados del teatro que, en pocos segundos, quedó prácticamente vacío. El actor se dio cuenta de pronto de lo que había hecho; que se había trastornado, acusando al público de cargos de los que ni siquiera estaba seguro de su fundamento, gratuitamente, influenciado en parte por el contenido de la obra. Su compañera de actuación, al lado, le recriminaba: "¡Qué hiciste! ¡Qué hiciste!.. Y de la platea llegaban nuevamente las risas de esos dos amigos, los únicos espectadores que todavía permanecían en el teatro, que quizás ahora sí se reían en forma justificada.
GOLPEADOR
Cuando decidía pegarle no necesitaba ningún esfuerzo extra que el de levantar la mano y cruzarle el rostro con una fuerte bofetada. Su mujer se sometía sin ninguna oposición. No corría. No trataba de ocultarse en el baño o en un cuarto, trabando con llave la puerta. No pedía socorro. Sólo cerraba sus ojos, totalmente resignada.
Hacía un año que se habían casado, y al poco tiempo él se acostumbró a pegarle. Quizás el hecho que ella no se defendiera era como un acicate para que cada nueva golpiza fuera más brutal que la anterior.
En realidad, tampoco lo fastidiaba la mansedumbre de su mujer. Sólo sentía el impulso de pegarle y así lo hacía. La pasividad de su mujer le facilitó la tarea: llegó el día en que ni siquiera necesitó alguna excusa, algún motivo infantil. Finalmente la mató a golpes. Como su mujer no tenía familia él pudo inventar un accidente como causa del fallecimiento, de manera que nadie lo llevara a la cárcel. A su modo, no obstante, se arrepintió. Se dijo que no volvería a pegarle a una mujer y a los pocos meses se volvió a casar.
Tuvo varios hijos, y aunque cumplía con la promesa de no levantar la mano a su mujer, lo hacía con ellos. Cualquier travesura era motivo suficiente para cruzarles la cara de una bofetada. La violencia se fue acentuando. Usaba un cinturón para castigarlos, y a veces los pateaba. Su mujer se daba cuenta que no podía admitirse tanta brutalidad, pero con temor de que le pasara lo mismo, no se atrevió a defender a su prole. Las palizas llegaron a un punto en que provocaron no sólo moretones, sino también quebraduras. Pasó por primera vez con el más chico, quien se quedó agazapado en un rincón, sujetándose con la mano su brazo izquierdo quebrado, pero a pesar del dolor contenía las lágrimas para que el llanto no fuera un nuevo motivo para incrementar la violencia del padre. La madre los curaba y, luego de dejar pasar unos días, les permitía nuevamente salir a la calle e ir a la escuela. Por las lesiones, se inventaban excusas y los hijos temían a las amenazas del padre como para no contar nada. No obstante, una vez la golpiza al más grande, de 9 años, lo dejó inconsciente y al borde la muerte. Esta vez el padre lo llevó al hospital, quizás por una profunda inquietud a que pesara en su conciencia una nueva muerte. El niño sobrevivió; los médicos que lo atendieron denunciaron al padre y éste pasó tres meses en la cárcel antes de volver a su casa. El límite al que había llegado con sus hijos obró positivamente, haciéndole tomar la decisión de no volver a pegarles.
La violencia sin embargo no se terminó, sino que el hombre ahora la canalizó en otros seres vivos. Ni mujeres o niños; ni siquiera otros hombres, sino animales, mascotas. La familia tenía un perro y un gato. Comenzó a patearlos intencionadamente y sin ningún motivo. Actuaba traicioneramente, los llamaba amistosamente, ofreciéndoles comida con la mano, y cuando los tenía cerca les pegaba duramente. A veces con piñas, otras con patadas, finalmente con palos. Al final no resistieron los golpes, y tanto uno como otro animal murieron con hemorragias internas. La violencia no paró allí. Siguió con los perros de los vecinos. Se ingeniaba para atraerlos, en horarios en que los dueños no podían percibir nada, para matarlos de distintas maneras: con un golpe, veneno o vidrio molido oculto en un pedazo de carne. A los gatos, que como en todos los barrios deambulaban de casa en casa, de patio en patio, les preparaba trampas con señuelos. Llegó a colgar de una de las ramas de un árbol del fondo de la casa una soga con un anzuelo de tiburón, en cuyo punta colocaba un trozo de hígado, a una distancia de metro y medio de la tierra, sabiendo que el gato comenzaría a saltar para atrapar con su boca la comida, y en uno de esos saltos quedaría atrapado de la forma más cruel. Tanta matanza de animales finalmente se hizo notar en el barrio. Los vecinos desconfiaron de ese hombre al que le conocían sus antecedentes. Su primer mujer, luego los hijos. Razonaron que era lógico pensar que él fuera el culpable de la muerte de sus mascotas y comprobaron sus sospechas al revisar las bolsas de basura y encontrar los cadáveres de los pequeños animales salvajemente asesinados. Hicieron la denuncia y el hombre otra vez conoció la cárcel, aunque por pocos días, ya que no había legislación que lo castigara duramente por matar animales. No obstante, ese tiempo fue suficiente para que el hombre se comprometiera a sí mismo no volver a matar y ni siquiera maltratar a algún animal.
¿Porqué era tan violento? ¿Porqué alimentaba esa violencia cometiendo actos cada vez más brutales? ¿Porqué finalmente se detenía, para comenzar nuevamente con otro tipo de víctima? En realidad era impotente para gobernar su impulso de violencia. Precisamente, era un impulso, no un deseo. En el deseo siempre hay conciencia de lo que se hace. En el impulso, no. Y hay hombres que tienen eso: apetito, impulso de una cosa, pero no deseo. Y por eso acatan y sólo el azar, la fortuna, los detiene. El hombre perseveraba en la violencia hasta detenerse, como cumpliendo un ciclo, pero como esa afección no era manejada por la conciencia, con la misma fuerza con que había comenzado volvía a existir. El hecho de que cada espiral de violencia se dirigía a un objetivo distinto: primero la mujer, después los hijos, luego las mascotas, no indicaba dominio de la situación. Sencillamente, todo impulso o apetito exige objetivos claros, no confusos. No podía reducir su afección a la violencia, y ésta tenía tal poder sobre él que le exigía grados y formas. Esto implicaba una obra por vez; sólo así se puede perseverar. Había usado la violencia con todo su entorno. Siguió con su propia persona. No se trataba de una expiación; de recurrir a la violencia contra uno mismo para compensar la que había ejecutado durante tanto tiempo contra otros. Simplemente era esclavo de un impulso que ya no tenía a su alcance a nadie más. Una mañana, cuando se encontraba afeitando en el baño, se hizo un pequeño tajo con la navaja en una de las mejillas. Había visto su cara en el espejo, los rasgos, las arrugas, el mismo brillo en los ojos; tomó cuidado que la espuma estuviera distribuida en toda la superficie de la cara donde debía afeitarse. Pero de pronto, vio otra cosa, como un aura que estaba allí, y que pasaba a ser lo más importante. La violencia que volvía a existir y que lo hizo herirse. Comenzó un nuevo espiral. Cada día se marcaba la cara con heridas más profundas. Y no sólo eso. Golpeaba su cabeza contra la pared, como si tuviera una incontrolable locura. Salía a la calle y provocaba a cualquier transeunte para luego dejarse golpear. A los pocos días daba lástima verlo. Con moretones, vendas y apósitos en todos los lugares visibles del cuerpo, podía sólo moverse lastimosamente. Llegó el momento de detenerse, y esta vez sí tuvo conciencia de qué hacer. Compró un arma, se metió en el baño, y al mirarse en el espejo, con la seguridad de que no miraba su cara, sino ese ser, esa afección de violencia que llevaba en su cuerpo, como un organismo vivo que lo dominaba desde el interior, se descerrajó un balazo. En cierta medida fue un acto de justicia; esa que nunca puede llegar por otra mano que no sea la propia.
VENTA DE YACS
En una de esas ferias internacionales que nunca faltan en Buenos Aires, donde se comercializa de todo, desde autos hasta libros, desde animales hasta artesanías, un vendedor voceaba su producto:
"Señoras y señores: Les presento a ustedes, directamente importado del Tibet -ese lugar que ustedes deben haber sentido nombrar por las contínuas campañas de actores holiwodenses a favor de que China permita volver a esas tierras al Dalai Lama-, un auténtico Yac, lo que sería una vaca de esas regiones, con la particularidad que, influenciado por la religiosidad milenaria de sus habitantes, sabe meditar, levitar, realizar viajes astrales y otros ritos budistas como el monje más avezado.
Ustedes verán que no muge como cualquier vacuno: en lugar del tradicional "muuu...muuu", dice un perfectamente audible "ommm...ommmm", y cruza sus dos patas delanteras en señal de profunda concentración.
Ustedes dirán que es mentira, que sólo se trata de un animal domesticado para estas lides, pero no, hay más pruebas que certifican lo que les estoy diciendo. Si le permiten unos minutos de concentración, el Yak puede elevarse del suelo unos centímetros. A ver, ver... esperen unos minutos.... Ven, ven lo que les estoy diciendo, un mismísimo Yak, un animal de 400 kilos flotando... flotando.. Miren, miren, se ha elevado a más de un metro... no... esperen... dos metros.... tres... ¡No, otra vez no...!"
El animal seguía elevándose, y el vendedor, gritaba desde abajo: "¡Despertá, despertá!.. ¡Bajá!, ¡bajá!...¡Yac estúpido...!".
A los pocos segundos el animal se perdió de vista en los cielos, y el tipo que lo había traído a la feria puso cara de resignación, y se dirigió nuevamente al público...
"Sepan disculpar, pero a veces se concentra tanto que se olvida de todo.. seguramente va a tardar un buen rato en volver. Sin embargo, no quiero que dejen pasar la oportunidad. Acá tengo otro Yac para ofrecerles, que no sabe nada budismo, pero puede satisfacer el gusto del comensal más exigente. La mejor carne de Asia y al mejor precio. No dude, vea a este noble animal y compre..."
NO PUEDO SACÁRMELA DE LA CABEZA
Cuando la conocí a Laura hace dos meses nos sentimos mutuamente atraídos. Las primeras cuatro veces que hicimos el amor, todo anduvo bien. La quinta, algo no funcionó y ella no pudo llegar al orgasmo. La sexta vez, ella llegó, pero yo me sentí insatisfecho. Como las relaciones fueron empeorando, decidimos decirnos adiós. Cuando volví a hacer el amor con otra mujer no pude dejar de pensar en Laura al momento de llegar al orgasmo. Con la siguiente, una mujer de la que ni siquiera sabía su nombre, pensé en todo momento en el cuerpo de Laura. En una cita posterior, no hice más que tener a Laura en mi cabeza todo el tiempo, y nombraba su nombre a cada rato, aunque la mujer con la que hacía el amor se llamaba Estefanía y amenazaba con marcharse en forma inmediata si seguía mencionando a esa otra que no conocía. A esa altura ya no quería encontrarme con nadie más que no fuera Laura. Sentía además que de hacerlo estaría traicionándola. Por eso la fui a buscar, y al encontrarla le confesé mi profundo amor. Le pedí que nos reconciliáramos porque ya no me podía concentrar en nada; la tenía siempre en mi cabeza. Sin embargo me rechazó, diciendo, crudamente, que no sentía ninguna atracción particular por mí y que además ya salía con otro hombre con el que todo andaba bien. Pasaron unos días, e hice una cita con otra mujer, pensando que sería el mejor modo de superar mi pasión por Laura. Sin embargo, todo resultó mal. Cuando estábamos haciendo el amor me confundía de pronto, cerraba los ojos y pensaba que era Laura la que estaba conmigo, pero al abrirlos me daba cuenta que era una extraña. En esos segundos se me venía a la mente la imagen de Laura diciendo que no quería saber nada conmigo, que ya tenía otro hombre. Yo trataba de borrar todo de mi mente; de amar sin pensar. Pero no pude, y turbado y confundido por ese tironear en mi mente entre la imagen de Laura, su adiós definitivo, y la mujer a la que estaba amando, perdí en unos segundos la cordura y estrangulé a la desdichada que se encontraba bajo mi cuerpo. Ahora, en la cárcel, el recuerdo de Laura me sigue obsesionando. Mi deseo por ella es más fuerte que el de poder recuperar la libertad.
¡PAJARITO... PAJARITO...!
SUEÑO CON MILITARES
NOÉ...
Ir a la casa de mis abuelos era viajar a un capítulo no escrito de García Márquez en "Cien años de soledad". Este Macondo se llamaba Hortensia, pueblito de pocas casas, perdido en medio del campo en la provincia de Buenos Aires. La ciudad cercana más grande era Bolívar, a unos 50 kilómetros, pero bien podía estar al otro lado del mundo. Esa era la primera sensación, la de estar lejos de todo. Mis abuelos, de parte del viejo, tenían una casa grande, de paredes altas y techo de chapa, sin ninguna de las comodidades de un mundo moderno. No había electricidad. Tampoco red de agua; había que sacarla de una bomba a unos 15 metros de la casa. El baño era una letrina ubicada también a unos 10 metros de la casa. Sólo que en otra dirección. Esto era importante cuando uno tenía sed o ganas de cagar en horas de la noche. Paso a explicar. No sé si hay noches más oscuras que en el campo, pero estoy seguro que no las hay más oscuras que en Hortensia. Si uno colocaba la mano delante de la cara, no se veía. Si tenía sed, me levantaba de la cama tanteando las paredes hasta llegar a la puerta de entrada. Desde allí, con toda la noche delante, tenía que caminar derechito, en forma perpendicular al frente de la casa, para terminar topándome con la bomba de agua. Para la letrina lo mismo, hacia la derecha. Uno se acostumbraba a no errarle, a excepción de los momentos en que el miedo por la oscuridad y los sonidos provocados por vaya a saber qué bichos o animales propios del campo, me desviaba inconscientemente de camino y así pasaba del miedo al terror, pegando gritos a mis viejos para que me guiaran de vuelta hacia la casa. Pocas cosas me gustaban del tiempo que pasaba en Hortensia. Hasta los 10 y 11 años, habré ido unas ocho o nueve veces, por una semana o diez días, así que no había demasiado ligazón afectiva con mis abuelos. Destaco en mi memoria a mi abuela por un hecho curioso, que refuerza la sensación de un cuento del escritor colombiano. Siempre estaba en la cama. Los últimos quince años de su vida, sin que ninguna enfermedad o dolencia física lo justificara, decidió pasarla en posición horizontal, levantándose únicamente para hacer sus necesidades. Sin dudas, se trataba de algún problema psicológico, aunque a mí no me parecía que fuera raro que tuviera esa actitud: que en un lugar como Hortensia, alguien hiciera algo como postrarse en una cama, parecía en cierta medida lógico. Después de todo, con excepción de la huerta de la que se encargaba mi abuelo, no había mucho por hacer en ese lugar. El recuerdo de mi abuela es ese: siempre en el medio de una cama muy grande, de esas que se usaban antes, con elásticos de metal, como de dos plazas y media o creo que hasta tres, con un doble almohadón que le permitía a veces erguir un poco la espalda. Amena; charlaba, preguntaba cosas, y leía revistas. Esto creo que era su principal ocupación, y por eso mi viejo se preocupaba antes de viajar a Hortensia de cargar en el auto todas las revistas que andaban dando vueltas por la casa. Recuerdo que siempre había alrededor de mi abuela, sobre la cama, revistas como Selecciones del Readest Digest, Radiolandia, Para Tí, Siete Días, algún que otro diario viejo. En otra de las piezas, donde generalmente dormíamos con mis hermanos, había una cama igual que la de mi abuela. En los momentos en que no nos veían, la utilizábamos para saltar encima. Por los elásticos que tenía se podía saltar muy alto, y como se hundía en el centro, terminábamos chocando y peleando, como si fuera un ring de lucha libre. Otro recuerdo ligado a Hortensia es la comida. Me asombraba que cada dos horas aproximadamente la ocupación fuera comer. Mi abuelo se levantaba al alba y hacía unos mates, que se acompañaban con lo que se decía ’una churrasqueada’, que generalmente era carne fría que sobraba del día anterior, o de dos o tres días antes, acompañada con galleta. A veces, en lugar de carne, se comía salamín. A las 9 más o menos se desayunaba un café con leche inmenso, en unas tazas de metal enlozadas que me hacían acordar a una pelela más que a las tazas modestas que teníamos en casa. Se usaba leche recien ordeñada, y a mí no me gustaba su color casi amarillento, la nata que se formaba, tan distinta a la leche de botella que tomábamos en casa. Mi vieja tenía que pasar el café con leche por un colador, sino no lo tomaba. Esto se acompañaba también con galleta y dulce, generalmente dulce de leche, y algún domingo mis viejos compraban las facturas que hacía la única panadería del pueblo. En realidad las facturas eran tortitas negras, no se hacían de otro tipo. A las dos horas, más o menos, a las 11 u 11 y media, se picaba algo, generalmente salamín y queso con galleta, y se tomaba un Cinzano. A las 12 y media se almorzaba, generalmente guisos, puchero o asado. A la tarde se repetía todo de vuelta. A las tres se tomaba mate, entre las cuatro y las cinco se merendaba, y ya a las 7 o siete y media se cenaba. Era costumbre en el campo acostarse temprano, y además, por la oscuridad y la falta de luz eléctrica no quedaba otra posibilidad. Mis abuelos tenían un par de faroles de querosene que generalmente estaban colgados del techo, uno en la cocina, y otro en el comedor. En las piezas se utilizaba una botella de alcohol, con un sistema en el pico que no recuerdo muy bien cómo era, pero que terminaba en una mecha que alumbraba como una vela.
De día no había mucho en qué jugar, aunque me las arreglaba. Solía pescar ranas en los grandes charcos que se formaban al costado de los caminos, porque no había ningún río cerca. Ataba un hilo a un palo, y en la punta del hilo sujetaba un pedacito de carne. Así agarraba unas cuantas con las que luego me divertía asustando a mis hermanos o inventado diversas competencias de ranas. Recuerdo que dibujaba una pista recta en la tierra y ponía cuatro o cinco en fila y las hacía correr, obligándolas a mantener los límites de la pista con una palo. Debo confesar que molestarlas con un palo a veces era lo menos cruel que realizaba. Como todo niño, hacía con los pobres bichos cosas peores, como atarlos con un hilo a un ladrillo, para dejarlos arriba de la chapa de la casa y así se achicharraran y secaran con el fuerte sol de la tarde. Ya en las últimas visitas, orillando los 10 u 11 años, me olvidé de las ranas, pero solía utilizar las chapas de cinc calientes para secar la ’barba’ del maíz y hacerme unos toscos cigarrillos con papel de revista. Recuerdo las toses y mareos bajo los árboles alejados de las miradas indiscretas de la familia. Me empezaba a sentir grande con esas intoxicaciones, y hasta llegaba a pensar que después de todo Hortensia no era algo tan malo. Con mis ojitos un poco vidriosos por el humo de la chala veía caer el sol sobre un horizonte de campo sembrado, y algo de lo que estaba acostumbrado a vivir en la ciudad se esfumaba también sin ningún tipo de melancolía. Quizás presagiaba sin querer ese impulso que unos nueve o diez años después me llevó a escapar de un entorno acentuadamente urbano, para recalar definitivamente en una ciudad del interior donde se siente el olor de los paisajes amplios y verdes. Quizás el humo, como ahora la memoria, juegan una mala pasada, y como siempre pasa con el tiempo idealizo unos pocos momentos de días y días que en Hortensia resultaron casi insoportables. Por algo, en un puñado de años, al morir mis abuelos y otros viejos, Hortensia terminó quedando desierta. Hay otra versión. Ese y otros pueblitos cercanos recibieron el certificado de defunción cuando un decreto del tiempo de los milicos y Martínez de Hoz cerró el ramal ferroviario que unía esas pequeñas comunidades. Con el último tren se fueron los jóvenes y ningún otro silbato anunció la llegada de sangre nueva. Hortensia se pareció en eso también a Macondo.
RUPTURA DE PAREJA
Todo hacía presumir que no iba a pasar nada imprevisto en esa cena que estábamos compartiendo con amigos y parientes. Nunca se me hubiera ocurrido que esa empanada que se estaba por introducir a la boca la terminaría arrojando a mi rostro. La mayoría puso cara de espanto, algunos se quedaron como congelados, y otros, en forma instintiva, corrieron rápidamente sus sillas hacia atrás y se pararon. -Qué hiciste. ¡¿Estás loca? - dije todavía medio atontado por el empanadazo que me pegó entre los ojos. -Que no soporto tu cara de idiota, y esta hipocrecía de pretender estar bien ante ellos -y señaló a los concurrentes- cuando no puedo aguantar más estar en algún lugar donde vos estés cerca. Los amigos y parientes se vieron obligados a intervenir y decir algo. Dos de ellos se le acercaron, y en actitud comprensiva decían cosas como “tranquilizate”, “sentate... no sirve de nada ponerse nervioso” y cosas por el estilo. Desde hacía tiempo andábamos mal y yo esperaba que, en algún momento, alguno de los dos diera el puntapié para separarnos. Pero no esperaba esto. En mi caso, como soy de esas personas que no se animan a actuar decididamente, me autoexcusaba para no decirle adiós a mi mujer. Todo se postergaba hacia un futuro incierto. Pero el hecho que de pronto ella tomara la iniciativa y de una manera escandalosa ventilara nuestros problemas ante conocidos, me angustió terriblemente. Una cosa es no ser demasiado fuerte de carácter como para ‘tomar el toro por las astas’, como decía mi viejo, pero que mi mujer tomara la iniciativa, y actuara de esa manera, me indignaba. No por una cuestión de machismo, algún prejuicio inconsciente respecto a que la mujer asumiera un rol que tradicionalmente se reserva al varón. No. Me hubiera sentido de la misma manera si en algún otro hecho conflictivo, ante un compañero de trabajo o un amigo, quedara en una actitud apichonada. No me gusta quedar como objeto de las situaciones. Que, en este caso, mi mujer se convirtiera en sujeto de la crisis en que andábamos, ventilando públicamente lo que no debería haber salido de la esfera de nuestra relación.No sé porqué no me vi venir esta situación. Las estadísticas dicen que casi siempre es la mujer la que finalmente toma la iniciativa para la separación o el divorcio. Pero, antes del suceso del empanadazo en cuestión, yo podía haber imaginado esa decisión en el marco de una conversación franca en la cama, en la cocina o incluso en un bar, florero y cafés de por medio, pero no en el contexto de una cena de amigos y parientes. ‘El casado casa quiere’, no sólo para que los fragores del sexo se desarrollen sin el temor del acecho de ojos u oídos inoportunos, sino para que en caso de deteriorarse la relación, poder discutir también en un marco de privacidad. E incluso llegar al planteo altisonante de una separación o el divorcio sin que la suegra o la abuela se ponga en el medio. Sin embargo no fue así. Mi mujer no me atajó a la salida del baño con un “no te banco más”, sino que me arrojó un adiós culinario entre personas que no esperaban tal derivación de una cena, que por cierto, estaba deliciosa.La cosa es que la crítica situación se fue calmando. Los amigos y parientes se dividieron como en dos bandos: unos alrededor de mi mujer, apaciguando su crisis nerviosa, y otros a mi alrededor, instando a charlar con ella sin reproches y ver si se podía encontrar una salida a nuestros problemas. Los dos grupos coincidían en las mismas frases hechas: "todo matrimonio pasa por crisis", "hay que agotar todos los caminos posibles antes de la separación", etc. etc... Uno de los amigos finalmente hizo un café que calmó a todos, y cuando nos cansamos de mirar la borra en el fondo de los pocillos, decidí agarrar a mi mujer del brazo, aunque con delicadeza y una cara que expresaba algo así como "hagamos una tregua por un rato", para marcharnos a casa. Esa noche hablamos muy poco, sólo le reproché que hiciera un escándalo ante otras personas en lugar de que todo quedara entre nosotros. Le pedí un mes para que ambos pensáramos bien la situación antes de decidir una separación, y que, mientras tanto, tratáramos de seguir -en lo posible- la vida de siempre, sin discusiones. Ella asintió.Los días siguientes, mantuve las reglas. Había sido sincero en lo que le había planteado la noche posterior al escándalo, pero indudablemente en mi inconsciente engendraba algo así como una revancha. Los hombres solemos ser hijos de las pasiones más viejas, y no hay Sócrates cerca que nos recuerde la importancia de eso que se llama conciencia. No obstante, fue realmente inconsciente lo que hice, o mejor dicho, se hizo consciente a último momento y como que ya no pude echarme atrás. Como formalmente seguimos manteniendo las viejas rutinas -aunque con una indudable pátina de frialdad-, a los diez días una pareja de amigos nos invitó a salir. Iríamos primero a bailar y tomar unas copas a un boliche y terminaríamos, seguramente, en una pizzería. Todo se fue desarrollando de acuerdo a los cánones acostumbrados: charlas un poco insulsas, bromas cada tanto y en un momento decidimos bailar. A los pocos minutos, bastante transpirado en medio de la pista, le dije a mi mujer si quería que le trajera algo de la barra, que yo me iba a buscar una cerveza. Ella asintió, y se quedó en la pista al lado de nuestros amigos, esperando, pero sin dejar de seguir el ritmo de la música. En el instante en que le pedía al barman una cerveza y una coca con fernet, que era la bebida que ella prefería, quizás salió un poco a la superficie la idea de la venganza. No estoy seguro, pero creo que sí, porque no hice más que tomar las bebidas, dirigirme al centro de la pista donde mi mujer me esperaba, y ya a su lado, a medio camino de ponerle en su mano la bebida, le arrojé el líquido a la cara, y le grite:-¡No te banco más! ¡Quedate bailando y divirtiéndote sola... hipócrita...!Ella quedó congelada, con las manos en alto y la mirada baja, sin poder creer que la coca con fernet le bajara de la cara al vestido, y de allí lentamente hacia el suelo. Obviamente los amigos miraban también sorprendidos, y otras parejas se apartaron un poco y dejaron de bailar. Más allá, algunos se apresuraban a mirar y acercarse para enterarse qué estaba pasando.En realidad, yo también quedé unos segundos quieto, sin creer del todo que había repetido lo que en cierta medida ella me había hecho diez días atrás en medio de una cena.Por suerte, reaccioné antes, y ya me encontraba saliendo del boliche cuando escuché sus puteadas, misteriosamente claras y fuertes, por encima de la música.No se repitió una noche similar a la que habíamos tenido luego del empanadazo. La bebida que le arrojé en el boliche rompió las reglas de convivencia pactadas en esa oportunidad. No me quedó otra que buscar refugio en casa de un amigo, y sólo dos días después me animé a llamarla por teléfono. Esperaba reproches, gritos, incluso que al escuchar mi voz cortara inmediatamente. Sin embargo, me atendió con amabilidad, sin alterarse, diciendo que comprendía lo que le había hecho. Que fue inconsciente. -Una reacción impulsiva; como la que yo tuve en la cena- dijo. Y yo, por la sorpresa de una conversación amistosa, que no esperaba, le pedí perdón, y que nos encontráramos para tomar una decisión.Estuvo de acuerdo, pero no quiso que fuera en casa. Pidió -como una primera cita- que nos encontráramos en la esquina de la plaza, frente a una pizzería conocida. Y que sea puntual.-A las siete de la tarde, dijo.-A las siete respondí. El día y la hora llegaron. Estacioné a una cuadra del lugar y me dirigí confiado a ver a mi mujer. Así como después del empanadazo inconscientemente elaboré una venganza a su desplante, ahora, de la misma forma, presentía un arreglo. La amabilidad que tuvo en la conversación telefónica trajo esa esperanza. Desandar el desgaste que había sufrido nuestro matrimonio.Cuando con estos pensamientos cruzaba la calle, de una esquina a la otra de la plaza donde ella iba a esperarme, un auto apareció velozmente desde la bocacalle que daba a mis espaldas y se tiró encima. Mis reflejos y un poco de suerte hicieron que me corriera hacia adelante con lo justo como para que el vehículo no me atropellara. El susto fue menor sin embargo que el percatar que el auto que intentó atropellarme y que sin detenerse se perdía velozmente entre otros autos, era el de mi mujer. El encadenamiento de sucesos violentos iniciados con el empanadazo no había llegado a su fin.
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